Lorenzo Lumeras, el artista que nos susurra.
En el arte desde que es arte el vacío o el silencio (de manera metafórica) han sido objeto de atención permanente por parte de historiadores, artistas, e incluso, de algún que otro crítico de arte. La teoría ha echado mano de términos como equilibrio, fondo, espacio, atmósfera o tiempo. Y todos estas nociones había que llenarlas. Lorenzo Lumeras (Plasencia, 1961) sabe muy bien llegar a ello al querer develar, como él mismo señala, las ausencias en estancias silenciosas.
Es ni más ni menos todo un ejercicio de reflexión el que nos plantea en todas sus creaciones. Esos lugares en los que el rastro humano está presente es la concepción que él tiene sobre ese vacío. Algo que nada tiene de circunstancial porque representa la totalidad: los espacios fotografiados perforan algo que no podemos tocar, pero sí sentir: las pequeñas trazas que deja el ser humano en esas arquitecturas decadentes es el reflejo de su maestría sobre una mirada que puede calificarse, siguiendo su razonamiento, de «total»; una visión en la que energía y magia se funden para devolver a la vida aquello que parecía muerto.
Estas razones nos conducen a analizar sus obras unas veces como plenamente barrocas al verse obligado a sensibilizar esos espacios, al tratarlos, asimismo, como lugares del vacío y llenarlos con ciento de detalles colmados de viveza y suspense que nos invitan a musitar cuando no a chillar. Y otras veces desdibuja lo pequeño en espacios inmensos con el propósito de mostrarnos una metáfora sobre el imperecedero retorno. Y otras veces lo que observa se torna en pura geometría.
Y en ese eterno retorno, sus imágenes tienen el genio de mirarnos para explicarnos lo malparada que está toda una civilización que trata de salvar su dignidad. Contrapone en sus fotografías el desamparo de un mundo que parece deshabitado con la idea de permanencia. Un esfuerzo de enfrentar el horror vacui al horror pleni. De ponernos frente a un espejo que nos obligue, como espectadores, a llenar de formas inexistentes que digan algo de la excluida presencia humana, de su queja. Todo un discurso poético que merece la pena dedicarlo un instante, una forma de ver y estar en nuestro mundo.
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