DAVID RODRIGO O LA ESTÉTICA DE LO ENMASCARADO

La idea, una cuestión presente en la obra de David Rodrigo (Ponferrada, 1969), hace de la pintura pintura, y de ello una actividad para afrontar los problemas que se generan en el pensamiento de los artistas a la hora de crear y resolver problemas; dilemas, sean viejos o sean nuevos o, como él mismo indica, dilemas «a la manera clásica, midiendo los versos, [o] a la manera contemporánea creando el caos o interrumpiendo la calma de rimas inventadas», dilemas que se resuelven con una sola sutura, la de la pintura. Esto es, David Rodrigo parte de un orden que va diluyéndose en la obra para llegar a la inestabilidad más absoluta en su superficie, sobre todo en sus últimas creaciones. 


 

La única finalidad que persigue con ello es la de crear un cuadro. Para él el plano de un lienzo o de un papel es el lugar donde la idea se ve como posible, aunque sus reglas no coincidan con nuestra lógica. Se interesa, yendo más allá de la propia composición, porque sus creaciones sean ante todo acontecimientos que quiebren el esquema racional clásico para convertirse en signos nuevos.

 


 

Signos que son nuevas realidades, que no persiguen reflejar lo que se ve. Pretende que las formas que va generando y desarrollando en cada una de sus obras sean visibles. Los «objetos» como los vemos no gozan del privilegio como en el arte realista, no son los actores principales al establecer una desagregación o desunión (aparente) entre imagen y pintura. 

 




Es una inversión de los códigos o una «reescritura de las formas», como ya apuntó Paul Cézanne. O, quizá, como ha señalado Klee, pretende que no sea el ver lo fundamental, sino el hacerlo visible. Una inversión de las estructuras que se expanden en una superficie para hablarnos, por ejemplo, de lugares bercianos, de esos valles que en nada se parecen unos a otros, del carbón, de un paisaje fosilizado, el de las Médulas… Gestos en tensión donde lo que interesa es lo corpuscular, lo desintegrado, lo que fluye, lo táctil. Es otra manera de estar, otra manera de construir un espacio, quizá de ensueño[1], dentro aquella «estética de lo oculto» que reclamaba Gaston Bachelard[2]. Un espacio de formas y colores que dan lugar a un cuadro donde la subjetividad algo tiene que decir. Crea, pues, un sintaxis personal en la que todas la diversidad refulgente que tienen sus cuadros nos conducen irremediablemente a mundos o biológicos o geológicos. Y acudir a estos dos mundos establece la idea de «diferencia» para alejarse del de «semejanza» con la finalidad de identificarse con su entorno, pero entendiendo que lo que pinta es algo vivo, algo en un reajuste o renovación continua.




Hemos, pues, de acercarnos a sus creaciones sabiendo que no son sino un  diálogo abierto con la propia materia, una proposición donde confluyen la realidad y la abstracción para hacer de las formas un interrogante; una pregunta que, a mi juicio, tiene su respuesta: cuanto más se geometriza su obra más trascendente se hace.



[1] MAILLARD, CH., La razón estética, Galaxia Gutenberg,, Barcelona,  pp.204-206.

[2] BACHERLARD, G., La poética del espacio, FCE, México, 1975, p. 30.

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