Arte y espiritualidad en la era contemporánea: un cambio de modelo.
(III)
Guillermo Silveira, Los doce apóstoles y el Espíritu Santo, mosaico, 1967, Valdebótoa, Badajoz.
Tenemos ante nosotros registros variopintos de artistas que han trabajado la espiritualidad desde perspectivas muy diferentes. Miradas que van desde la figuración hasta la neofiguración que siguió la estela de la década de los años veinte con cambios sustanciales en el ideario artístico, sustentados en una voluntad evasiva. Un anhelo que coincidió con la bonanza económica y desembocó en posturas más combativas y cargadas de una gran dosis de moralidad. Este panorama, consecuentemente, condujo a los artistas a forjar un nuevo panorama en España, donde se entremezclaron diferentes tendencias que rompieron la inercia de nuestro arte. Y en esta tesitura, en esa idea de despegarse, por ejemplo, de la llamada estatuaria decimonónica para concretar la idea de escultura, encontramos las figuras de Pedro de Torre-Isunza, Rosa Telesforo Gumiel, Enrique Pérez Comendador o Juan de Ávalos.
Pedro Torre Isunza, Salomé, matriz en yeso. 1922. MUBA.
Juan de Ávalos San Marcos. BRONCE, 1956, MUBA
Un paso más allá y dentro de una auténtica renovación plástica, hubo una firme intención de salir del ambiente anquilosado del arte que se respiraba en las Exposiciones Nacionales a través de la proyección internacional que se hizo con los vanguardistas españoles. Una apertura lejos del gusto oficial de posguerra que fijó posturas más conceptuales, alejadas de la pura imitación con la finalidad de lavar la imagen de la dictadura. Fue Joaquín Ruiz-Giménez quien, desde el Ministerio de Educación Nacional, entre 1951 y 1956, y ayudado por su colega de Asuntos Exteriores Alberto Martín Artajo, retiró el proteccionismo a los académicos para intentar reestructurar el panorama plástico español.
Este proyecto político alternativo estuvo empapado de la mejor tradición liberal, de críticas, de diálogo y de cosmopolitismo para enfrentarse a los sectores más dogmáticos. Estas posturas, a todas luces, creativas tuvieron su reflejo en los encargos realizados para amueblar las nuevas iglesias de los pueblos de colonización donde plasmaron todas aquellas inquietudes renovadoras que enlazaron con los principios plásticos prebélicos. Para reflejar este nuevo periodo podemos citar los casos de Jacqueline Canivet o Manuel Rivera, quienes con sus ideas de materializar un arte vivo para nuevos tiempos, cristalizaron una tendencia con un marcado cariz social, donde el lenguaje expresivo fue fruto de las circunstancias de esos años. Sin embargo, hemos de apuntar y lejos de esa cronología, al hablar de los pueblos de colonización, cómo Miguel Calderón Paredes dedica una amplia serie a las arquitecturas surgidas de los planes agrarios franquistas que cambiaron nuestros paisajes.
Jacqueline Canivet y Lorenzo Pascual, Sagrario, acero inoxidable y cerámica, 1956, Vegaviana.
Manuel Rivera, San Francisco despojándose de sus vestiduras, mixta sobre tabla, 1956, San Francisco de Olivenza.
Miguel Calderón Paredes, Pizarro, óleo sobre tabla, 2018.
Y junto al artista aldeanovense podemos situar a Wolf Vostell. Él, como nadie, nos ha enseñado a mirar, a escuchar, a sentir, a comprender las contradicciones de una sociedad saturada de información que relega los valores de la Naturaleza y del espíritu a un segundo plano. Sus obras se apoyan en la pugna que libra el hombre con la religión, la sociedad y la naturaleza. Son los campos en los que la razón se enfrenta al fracaso, correspondiéndose con los conceptos ligados a lo sagrado, a la tecnología y a la transformación permanente a la que estamos sometidos. Tres combates que han necesitado de exclusiones y han vuelto, una y otra vez, a lo largo de la Historia, tres cuestiones que en la obra de Wolf Vostell se nos denuncian constantemente.
Wolf
Vostell, Morales, Zyklus Jesus-Variationen,
1979.
Wolf Vostell, ¿Por qué el juicio entre Pilato y Jesús duró sólo dos minutos?, 1996. Museo Vostell Malpartida.
Y dentro de esta denuncia permanente y ligada a figura de Wolf Vostell está Antonio Gómez y su manera de ver el mundo a caballo entre lo artístico y lo literario a través de sus poemas-objeto. Las ideas que guían estos poemas están entre la ironía y la denuncia: el poder, la tradición, la moda, la comunicación, el consumismo, la falsa democracia, la venta de todo están presentes en cada pieza que crea. Sus símbolos ponen en entredicho todas estas cuestiones mediante la denuncia social, política, religiosa o comunicativa, pero sin caer en la burla, como apunta Miguel Ángel Lamas, sino más bien con el objetivo de recrear pedagógicamente nuestra mirada y nuestro pensamiento.
Antonio Gómez, Luz Eterna, poema visual, 2003.
En este mismo plano figurativo podemos encuadrar la etapa de los años ochenta Juan José Narbón; un periodo donde sus obras tuvieron una gran carga moral reflejada en ese «grito militante» y desgarrador no exento de cierta ingenuidad. Una figuración que en Eduardo Naranjo se transforma en onírica al acercarnos a un universo misterioso a través de la creación divina que él reinterpreta al establecer códigos que se ajustan a la narración bíblica del Génesis.Sin embargo, Guillermo Silveira encarnó ese nuevo espíritu y lo hizo con su obra y su palabra al definir su labor como «humana, sentida y compartida, al menos, en lo espiritual y con el corazón, concebida y ejecutada con los sentimientos más profundos».
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