LUIS LEDO
Mucho he escrito sobre Luis Ledo (1945-2025), pero nunca le he descrito como un hombre afable, discreto, vital, sencillo, repleto de humanidad, o como un artista genuino, fiel a sus principios y, a veces, poco reconocido en esta su tierra, siempre tan desagradecida con aquellos que la representan. Sin embargo, su huella estará ahí, en el legado que el mismo Luis Ledo ha querido dejar con sus donaciones. Ahora todavía es tiempo de reconocer su obra y reconocernos en sus lienzos. Sería un gesto el que algunas Instituciones le rindieran un homenaje con quien fue tan generoso para mostrar su reciprocidad.
Luis Ledo (1945-2025) realizó sus estudios de Bellas Artes en Madrid al comienzo de los años setenta, dedicándose desde entonces al oficio de pintor, o mejor aún de artista, y a una labor pedagógica muy comprometida con la creatividad. Su afán por conocer le llevó en 1982 a Múnich y a Colonia, becado por el Instituto Alemán de Madrid, donde los expresionistas alemanes le dejaron una huella que aún permanece en su forma de entender el arte. Un año más tarde se trasladó a la Isla de la Gomera. El contacto con la naturaleza le obligó a reflexionar sobre la condición humana dentro del entorno que nos rodea, apareciendo en sus cuadros una figuración orgánica extremadamente barroca; una mirada que le hizo replantearse la idea de paisaje, pasando de ser un pretexto para tomar una dimensión poética y trágica a la vez[1]. A su vuelta a Extremadura, en 1985, realizó una serie de instalaciones y performances con sus alumnos de bachillerato, integrándose en el grupo emeritense Paso a Paso junto a Ceferino López y Javier Fernández de Molina, frecuentado, asimismo, las tertulias del Alcandoria con Antonio Gómez.
Sin embargo, a pesar de haberse encajado en este ambiente, en 1987 se instaló en Colombia. El barroco colonial y la vegetación fueron dos claras referencias para concluir esta etapa con paisajes estructurados de forma geométrica y tensas tauromaquias, así como cuerpos vigorosos y expresionistas; tres temas tratados con vehemencia y recortados siempre sobre un fondo en agitación permanente muy próximo a los principios de Delaunay[2]. A su regreso a España, ya en 1990, esa agresividad fue desapareciendo paulatinamente a favor de obras marcadas por líneas sutiles, colores brillantes y planos menos fragmentados. El fundar un nuevo grupo, El Cuadro, y el establecer su estudio de Bambenito Labarca, a orillas del río Guadiana le empujaron, de algún modo, a abrir un nuevo ciclo pictórico en el que destiló cierta melancolía elegíaca, volviendo a enlazar su pintura con la experiencia canaria y acentuando el valor simbólico de las figuras y objetos[3]. La vegetación, el erotismo y los bodegones, tratados como auténticas vanitas, configuraron este largo periodo de reflexión en torno al paisaje, la fragilidad humana y la pérdida de sentimientos en el cambio de milenio.
A finales de los años noventa Luis Ledo se trasladó a Madrid. Como
buen observador, siguiendo los pasos de los viajeros que toman apuntes rápidos
en sus valiosos cuadernos de campo, reabrió una vez más su obra para reflejar
la crónica de la vida y los prejuicios culturales en lienzos de gran formato.
El humor y la ironía formaron parte de su crítica social: la decepción, la
impotencia y el escepticismo cobraron una especial significación, aunque en sus
lienzos parezca lo contrario. Su pintura comenzó a desdibujarse, a hacerse más
abstracta, más vitalista aún. Y su historia y la Historia del Arte se confunden
en una especia de autobiografía que culmina con su ida a Ceuta en 2003, donde
fiel a esa vivacidad y a su libre interpretación de la realidad, alejada de
cualquier estereotipo, ha descrito magistralmente el mundo magrebí, como se
demo
stró la exposición Cuaderno
Tingitano, celebrada en 2004 bajo los auspicios del Instituto Cervantes en
Tetuán y Tánger.
En toda su trayectoria siempre sintió la necesidad de vivir a través de las figuras y sus paisajes, de los rostros de ambos, para mostrarnos la dureza de la existencia y la irracionalidad que a veces no sabemos encajar en nuestro mundo, y cuyas raíces hunden en la propia tierra, en el elemento consustancial al ser humano. Como ha señalado Röel Kwint, al hablar de Luis Ledo, quiso representar la idea baudeleriana de amor et mors donde se entrelazan las series realizadas en los años ochenta con sus últimas creaciones y donde existe un verdadero elogio, un sentimiento profundo sobre la realidad de nuestras conductas. En esa confluencia en la que se funden todas sus etapas, el contraste del color y la pincelada ya casi gestual definen con claridad la estrecha frontera que existe entre lo trágico y lo poético, una constante de toda su visión de la vida.
Luis, desde tu paraíso a orillas del Guadiana, hoy te rendimos este pequeño homenaje para que lo recibas.
[1] CANO, J., «La mirada proyectada de Luis Ledo», en Luis Ledo, Consejería de Cultura, Badajoz, 1997, p. 97-98; LOZANO BNARTOLOZZI, M. M., Luis Ledo en Malpartida de Cáceres, Museo Vostell-Malpartida, Cáceres, 1997.
[2] Pueden encontrarse referencias a este respecto en LEPICOUCHÉE, M. H., «Sangre, voluptuosidad y muerte», en Luis Ledo, Museo de arte Contemporáneo de Bogotá, Bogotá, 1990.
[3] CANO, J., Paisajes de carne, La Centena, ERE, Mérida, 1992.
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