PAISAJES DEL AGUA
El hombre está inexorablemente unido al agua desde su origen, dotándola a lo largo de la historia de diferentes personalidades, surgiendo así ríos sagrados, fuentes santas con cultos propios y rituales concretos el Nilo, el Ganges, el Éufrates o el propio Anas, nuestro Guadiana. De aquí han surgido los antropomorfismos de las ninfas, las náyades, las ondinas, Neptuno...Todo un acervo que la cultura cristiana asimiló con las aguas curativas o bendita o las fiestas en torno al agua, como el rocío de San Juan, las aguas de Mayo...
En un plano estrictamente patrimonial, para entender la relación del agua con el territorio hemos de hacer una exploración concienzuda de las circunstancias históricas que han pesado en el desarrollo y la conformación de los paisajes que se han generado gracias a su existencia; una historia consustancial a la Naturaleza que cobra sentido cuando la configuración de ese espacio se renueva constantemente desde una mentalidad práctica.
Haciendo un breve recorrido por esa historia, el agua comienza a tener importancia, desde el punto de vista evolutivo, en Extremadura con la creación de la red hidráulica romana, construyéndose embalses, conductos subterráneos, acueductos y depósitos terminales: Cornalvo, Propserpina, la presa de Torremejía... que se complementa con termas como las de Alange o Baños de Montemayor, cloacas como las emeritenses y puentes de los que existen numerosos ejemplos en la región. Sin embargo, cabe matizar cómo los pueblos prerromanos ya tuvieron en Extremadura devoción por esa fusión de agua y tierra al otorgar a espacios concretos el título de locus sacratus, «paisajes fértiles y frondosos» como lo atestigua el manantial de El Trampal y su vinculación con una «divinidad salutífera» e incluso relacionada con «la fertilidad y la vegetación», como «poderes ctónicos»[1]. A este sustrato se le sumó la cultura del agua musulmana, precedida por el poso dejado por los visigodos: en España cuando se habla del agua se hace con palabras de raíz árabe: acequia, aljibe, alberca, noria, azudes (o pequeñas presas para el riego): el ejemplo más significativo lo tenemos en los aljibes extremeños de la Casa de las Veletas y el de la Alcazaba de Mérida o los baños que se remodelaron durante su permanencia en la Península. Ellos nos hablan de la importancia higiénica y religiosa (obligado antes de la oración) que se dio al agua.
Con los Reyes Católicos la política hidráulica pasó a un segundo plano, aunque, esos sí, se reglamentó su uso, debiéndose esperar a Carlos V, quien puso en pie un plan ambicioso para España, ya una nación hecha una realidad: el Canal Imperial de Aragón, que tardó tres siglos en construirse (se terminó con Carlos III), el Canal de Castilla, iniciado en 1550 y se paró hasta el siglo XVIII, cuando la Ilustración impulsó los recursos acuíferos.
Presa de La Generala, Cáceres.
La Ilustración, conscientes del atraso que sufría el país, intentaron hacer una «España navegable» a través de una extensa red de canales y de los esfuerzos de los ingenieros de la época, que recurrieron al espionaje industrial por toda Europa para hacer viable el proyecto. Pero, al final, sólo fue una postura bienintencionada que terminó en un catálogo de fracasos por el desconocimiento de la realidad social y topográfica del país, aunque dejaron magníficas obras por toda nuestra geografía y aciertos brillantes, como la presa de la Charca en Zalamea de la Serena o La Generala en Cáceres.
Cuando Napoleón invadió España, se contaba con 60 presas con 16.500 kilómetros de canales y conducciones. Al iniciarse el siglo XX se contaba con más de 70 presas, creciendo hasta el año 1936 hasta 200 embalses. Entre 1954 y 1970 se cuadruplica todo el entramado: en estos años se abre lo que se llamó el “grifo de Badajoz”, que pasó de abastecerse de aguas insalubres de aljibes, a finales del siglo XIX, a los proyectos vivificadores de Arturo Clemente en 1880 y de Fernández Shaw en 1902 con la presa de Villar del Rey y la construcción de la presa de la Serena en 1989, a caballo entre el Zújar y el Guadiana.
Cerro Masatrigo, en el embalse de La Serena.
Toda esta cultura del agua ha dejado un patrimonio industrial muy importante, conformado por las presas, las norias, los molinos (en la ribera del Ortigas, o en el Jerte), los rodeznos (molinos con ruedas horizontal), las fábricas de harinas (Plasencia..), los batanes para desengrasar los paños tejidos, los lavaderos de lana (como el Museo Vostell)...Un acervo cultural que hoy debe servir para disfrute del ciudadano, un acervo que encierra nuestra identidad y nuestra historia; un acervo que ha de habilitarse, posiblemente con urgencias , para mejor nuestra “costa interior” y para crear remansos de ocio.
Uno de los Molinos en la ribera del Jerte, Plasencia.
Esta costa interior, nacida en la ilegalidad durante los años 60, ha variado sustancialmente con la utilización creciente de estos espacios, con fines recreativos, redactándose planes de ordenación que no dañen el entorno, llevándose a cabo labores de integración de paisajes, facilitando la existencia de clubs náuticos, infraestructuras viarias y de acceso, habilitando playas, islas flotantes para la “avifauna”, editándose folletos sobre las posibilidades de ocio, recuperándose el patrimonio de la zona (el arquitectónico, el arqueológico, el ingenieril, el antropológico, el mobiliar...), estableciéndose política sobre el agua que atañen al tratamiento, al saneamiento, a la reutilización, la fertilización del agua, la vigilancia, el control, vertidos con el objetivo de estimular el desarrollo de las zonas rurales anegadas: Cornalvo, Proserpina, García Sola u Orellana son buenos ejemplos.
A ello hay que añadir el agua como medicina: los balnearios. Alange, Baños de Montemayor, El Raposo... que junto a los puentes o castillos, por ejemplo, , como los de Alcántara, Alconetar, Almaraz, el Puente Nuevo de Plasencia, el de Badajoz de Calatrava de Mérida o los castillos de Monfragüe, Mirabel, Medellín, Magacela, Benquerencia conforman una serie de rutas patrimoniales que recorren la región de norte a sur y de este a oeste.
Si ponemos ejemplos de la importancia de agua, en Extremadura son numerosos. Mérida o Medellín están ligados al río Guadiana como el genitor urbis (padre de la ciudad) Coria al Alagón, la Albalat musulmana al Tajo o Plasencia al Jerte.
La relación de esta última ciudad con el agua hemos de buscarla en su propio origen: el río Jerte. La Mota, fue el núcleo que se eligió para erigir el primer núcleo urbano,allí donde existió una torre datada en el siglo VIII, una modesta iglesia y caserío a su alrededor que ocupó Alfonso VIII con su Privilegio fundacional, cerro que sirvió de barrera natural a tener varios desniveles:el río Jerte, accidente geográfico que actuó como defensa natural, y el talud del terreno con caída al río hasta la ermita de San Lázaro sirvieron como asiento a la ciudad, siguiendo, eso sí, el modelo alfonsí; una tipología establecida ya en otras fundaciones que posibilitó la construcción de tres puentes para salvar el río y a la vez como defensa de esa ciudad-fortaleza castellana.
La Mota y el talud que hizo de barrera defensiva de la ciudad de Plasencia.
[1] SÁNCHEZ MORENO, E., «El agua en las manifestaciones religiosas de los vetones. Algunos testimonios», en Termalismo antiguo, UNED, Madrid, 1997, p. 137.
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