LOS TAPICES DE PEPA MANCHA: UNA VISIÓN CRÍTICA DEL MUNDO
Desde principios de los años sesenta, con la celebración de la Primera Bienal de la Tapicería en Lausana en 1962 donde se derribaron muros hasta ese momento impenables, el llamado arte textil no ha hecho más que ensanchar sus horizontes y ampliar un nuevo concepto a la hora de enjuiciarlo. El debate está vivo y abierto. Las actitudes de los nuevos creadores así lo reflejan, desde Magdalena Abakanowicz y sus principios estructurales al hacer del tapiz algo biomórfico, hasta Jana Sterbak y la descodificación de la realidad en los tapices. En los últimos decenios, el potencial expresivo que han desarrollado los liceros, la amplia gama de volúmenes al jugar con las tensiones espaciales que provocan la urdimbre y la trama, extensiones físicas propias de la escultura, y la búsqueda de la esencia al despojar de ornatos y artificios a las piezas, han determinado la aparición de propuestas con nuevos significados. Se ha llegado, en algunos casos, siguiendo una línea investigadora, a introducir elementos que no responden a las exigencias que demanda el tapiz, en una búsqueda, quizá, de romper los límites del propio tejido; es ir más allá con el fin de hacer una reflexión desde otros campos semánticos y con otros códigos perceptivos.
En este cruce, dentro de este interesante debate sobre el futuro de una de las artes más versátiles, que algunos historiadores han calificado de «crisis», de punto de inflexión, es donde hemos de situar la obra de la pacense Pepa Mancha. Una autora con una obra que, como muchos artistas, pretende, mediante su visión crítica, establecer miradas que desenmascaren la realidad y cuestionen el mundo en el que vivimos. Sus tapices nos dan la posibilidad de analizar el entorno que nos rodea y de compartir su versión más personal, recurriendo, eso sí, a la expresividad y a la austeridad con las que reviste sus lanas.
En este sentido, Pepa Mancha es heredera de aquellos artistas del telar medievales que quisieron abordar la idea edénica del hombre. Pero en su caso, en vez del Paraíso nos muestra la desgarradora existencia del hombre del siglo XXI con sus valores y contravalores. Explora el color, que va del naranja al morado o del blanco al negro, lo encierra en círculos o elipsis, a modo de halo, expande la lana en forma de equis, en paralelas, en radiales, y desarrolla en ese espacio estructuras más o menos regulares: el orden y el caos se entremezclan con el divertimento y la provocación. Son obras que actúan casi como cartas geográficas que representan un imaginario en donde la reconstrucción sucede a la construcción en un juego si fin.
Los tapices actúan como arcanos que representan el tiempo, intangible desde el punto de vista filosófico y científico, y tangible para Pepa Mancha: cada obra es una crónica que narra el momento exacto en el que nos hallamos. Como los tapiceros polacos reproduce de manera contundente el universo que nos rodea. O como Josep Grau-Garriga lo hace con humor. Pepa, al igual que sus colegas, siente la necesidad de expresar con autenticidad las preocupaciones que atenazan nuestra existencia: el consumo, la condición femenina, la manipulación o la imposición se traducen en ruedas de coches, colores malvas o equis, piñones de bicicletas o estrechos aros que delimitan lo que debería ser infinito. Grandes cuestiones las planteadas que son anotadas en esa carta geográfica como elementos que destruyen y construyen nuestro presente, el momento exacto que vivimos.
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