EL JARDÍN DONDE HABITA LA PINTURA

Eso es lo que me pasa …

en el jardín, en donde se entreteje

lo perecedero con lo que dura.

Johann Wolfgang von Goethe,  

Las afinidades electivas, 1809.


 

Desde una perspectiva postmoderna, la naturaleza es analizada como espacio sujeto a la construcción de discursos dispares, casi siempre centrados en aspectos sociales y económicos. Esto ha supuesto una quiebra importante en la concepción de nuestro entorno. La espacialidad ha perdido ese ensimismamiento que el hombre ha ido heredando a lo largo de los siglos. Y tal ha sido este distanciamiento que, consecuentemente, ha significado que lo visual prevalezca sobre lo textual, cuando ambos planos debían estar en equilibrio. Este cambio progresivo ha determinado que aquellos jardines concebidos en la Antigüedad, y transmitidos a través de múltiples descripciones, vistos como refugios inaccesibles a extraños, hoy esta porción de tierra acotada la veamos como falsas ilusiones con las que se pretenden ser partícipe de un paisaje. Un claro intento de trasvasar una imagen de la Naturaleza a un recinto vallado, el del jardín. Una imagen a la que se le ha ido mermando toda su carga simbólica.



Como respuesta a esta realidad, para Lourdes Murillo, el jardín es como una compostura, una apariencia, una representación. O, quizá, Todo a la vez. Es una porción de Naturaleza hecha paisaje, es una metáfora sobre el hogar, es una referencia vital. Esto es, pintar un origen para ilustrarlo y puntualizarlo a través diversas consistencias, de gradaciones que van desde las más acuosas hasta las más etéreas y las más terrosas. Densidades y tonalidades que se definen en una paleta de color y marcan cada una de las partes en la que su jardín se divide en cuatro cuarteles: la tierra y su consistencia, base sobre la que sustenta ese jardín imposible, el agua que lo nutre, la luz que lo ilumina y el amor por la Naturaleza que lo halaga. El color, pues, actúa como sugerencia. Como una evocación con sus claros, con sus traslucientes atmosféricos, sus oscuros en las aguas más recónditas, con los ocres para las arcillas o la volatilidad de las limaduras, los destellos rojos como metáforas que hilvanan emociones ya pasadas que se vuelven nuevas floraciones. Todo ello con la idea de crear un ambiente propicio para la reflexión, «un vehículo de transmisión de pensamientos»[1], un escenario del que se puede extraer el saber que nos ceden otras generaciones.

 




El jardín de Lourdes Murillo se asemeja, pues, a la imagen del propio mundo, a un universo en miniatura que no sabemos si quiere restaurar la Naturaleza y dejarla en su estado original o, por el contrario, y siguiendo la tradición refinada romana, pretende domesticarla para poner orden en ese desorden primitivo. Sea como fuere existe un sentido de lo transitorio en su concepción; una transitoriedad que no sabemos si atiende a una percepción sensorial o a la catarsis de lo que se va o se desvanece. Quizá, sea lo segundo. Quiere señalar en esta serie, según mi criterio, «el afecto infinito a todo lo que se va, a todo lo que se pierde»[2]. Pretende restablecer los límites, los márgenes, las formas, el argumento que abarca aquello que es ya invisible y sólo puede narrarse a través la pintura.

 


Todo un homenaje a la pintura al jugar con un jardín físicamente real al que le dota de códigos que ella mismo se impone y les da nombres: alberca celaje, nocturno, verdín, umbría, arrebol, paseo, sendero, parterre… Un mundo extremadamente intuitivo que tuvo un final, un desenlace liberador porque poner fin no es para Lourdes Murillo más que una forma extrema de amor en la que no existe el olvido. Más bien todo lo contario, ese jardín recreado en su pintura es donde nada parece olvidarse: aquel paraíso nunca desapareció de su mente y nosotros nos toca ver los secretos que guarda. Con ello, Lourdes Murillo nos abre su hortus, su porción de tierra acotada, su refugio infranqueable hasta hoy, para que podamos entrar en algo tan privado y personal como es un jardín, siguiendo a Santiago Beruete, repleto de saberes y pensamientos. Y lo hace como mujer, como protagonista de momentos vividos fuertemente a través de una devoción hacia su jardín, metáfora de todo el universo y de todo lo que se relaciona con sus sentimientos.

 




[1]              BERUETE, S., Jardinosofía: Una historia filosófica de los jardines, Turner, Madrid, 2016, p. 17.

[2]              MITA, M., Psicología social del Japón moderno, El Colegio de México, 1996, p. 173.

Comentarios

Entradas populares de este blog