ALGUNOS DATOS SOBRE EL RETABLO DE LA ASUNCIÓN.
IGLESIA DE SAN NICOLÁS.
El retablo dedicado a la Asunción de la Virgen se ubica en la capilla de Loaysa en la nave izquierda del crucero. Se trata de un retablo de una sola tabla realizada en 1561 (como se revelado a lo largo de su restauración) por el artista flamenco Juan de Flores o Jan Floris, quien en estos años trabajó en algunas obras de azulejería tanto en Plasencia (refectorio del Parador) como en Cañaveral o Garrovillas.
Existe el contrato que el artista flamenco firmó en ese mismo año de 1561, donde se da cuenta cómo Rodrigo de Almaraz dio a dorar y pintar un retablo para la nueva capilla (de estilo ya renacentista) en la Iglesia de San Nicolás. La obra la inició Jacques de la Rúa, también flamenco, y la continuó el propio Juan de Flores. Como tasadores actuaron Mateo Vicente, de procedencia italiana, que estaba trabajando para el Duque de Alba en Abadía, y el placentino Diego de Cervera. En el tanteo se recoge el contenido de la tabla: debía contener la imagen de la Virgen, un coro de ángeles y los apóstoles en la parte inferior.
La pintura es un óleo sobre tabla (de 346 X 226 cm.) con arco de medio punto, rematada con una sencilla moldura dorada y adaptada a la hornacina de piedra que la recoge. En sus jambas se pueden ver hoy cuatro pivotes de hierro que corresponden a las bisagras que sujetaban las puertas que abrían un gran tríptico, hoy desaparecido. En su realización se distinguen dos manos diferentes, tanto desde el punto de vista estético como desde el puramente técnico. Dos conceptos casi divergentes que se superponen a veces y son contemporáneos, pudiendo haber sido intervenido, además de Juan de Flores, el propio Jacques de la Rúa. Un hecho aún sin confirmar.
La tabla escenifica la subida de María a los cielos después de su muerte. Un tema que gozó en Plasencia de una gran devoción, impulsada por el obispado de la ciudad y reflejada en el primer tercio del siglo XVII en el retablo mayor de la Catedral al copiar el modelo que Juan de Flores ejecutó en San Nicolás. Aquí radica el fervor que la ciudad ha tenido siempre por motivo mariano.
La composición se divide en dos partes y refleja la importancia que todavía tenía la visión tardomedieval que se narra en el capítulo 12 del Libro del Apocalipsis: «Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas». La inferior o terrenal, donde se sitúan los doce apóstoles que asisten expectantes al prodigio de María y dirigen sus miradas al mundo celestial. El grupo se distribuye, a la vez, en dos partes enfrentadas (una de seis personajes y otro de cinco) unidos por el eje de la composición que la configuran la cabeza de uno de los apóstoles, San Juan, y la imagen de la Virgen. Hay que tener presente que la figura de Juan es el símbolo del testimonio de la divinidad de Jesús y se le representa como un maestro y un modelo a seguir. En esta zona predominan los colores intensos (rojos y naranjas que simbolizan la energía y el dinamismo, la determinación o la emoción) en el primer plano y más cálidos (e incluso fríos) en el segundo plano para materializar la calma y la espiritualidad; un segundo plano que sirve de tránsito, junto con el primoroso paisaje que rompe sus cielos, en la parte superior del retablo.
En la escena de arriba aparece la Virgen con el manto y el velo azul que nos recuerda su función como Reina de los Cielos, portada por un coro de ángeles que sujetan el manto azul, la corona y los símbolos marianos que sobre los que se apoya su figura: la media luna que encarna su castidad (y es una pervivencia de los ritos romanos en torno a la diosa Diana y tras la batalla de Lepanto tendrá un nuevo significado relacionado con el Imperio Otomano) y un serafín con dos alas que nos sugiere cómo debemos entender la eternidad. El color azul empleado desde la Edad Media viene dado por ser uno de los pigmentos más caro -tanto como el oro-, el lapislázuli, que representa el CIELO o el Paraíso Celestial. Y la Virgen es la Reina de los Cielos.
Un segundo anillo lo constituyen ángeles músicos que tocan distintos instrumentos y, por último, un gran número de querubines que ocultan sus alas y representan la voluntad divina de ascender a María a los cielos. En el centro de estos círculos, la Ascensión con las manos unidas (aún no se había difundido la seña contrarreformista que la presenta con los brazos abierto y en éxtasis), de pie y flotando entre nubes, está tornada, en actitud de rezar y encuadrada en un rompimiento de cielo que dibuja una mandorla. Es un claro ejemplo que describe cómo las corrientes eruditas españolas del siglo XVI fueron introduciendo el fervor popular hacia la Virgen; un tema que, por otra parte, apenas se tocó en el largo Concilio de Trento y tuvo su culminación en Sevilla hacia 1615, cuando se proclamó públicamente la advocación del Reino a la Inmaculada.
En términos generales, el retablo se caracteriza por un gusto refinado por dejar bien perfiladas las líneas y los contornos de todas y cada una de las figuras, una pérdida de escala a favor de una corrección de la perspectiva puesto que Juan de Flores busca que la mirada sea efectiva (dentro de esa preocupación que tuvieron los pintores manieristas). Se complementa este propósito con la creación de una atmósfera bizarra, con colores casi irreales que persigue presentarnos una escenificación insólita de uno de los misterios que la Iglesia católica española potenció desde antes de iniciarse la segunda mitad del siglo XVI. Una disposición que está a la altura del culto que tuvo su origen en la Leyenda Dorada (prodigándose en el arte renacentista) al narrar cómo, mientras los apóstoles estaban sentados junto a su tumba, la Virgen fue recibida por una cámara celestial y una comitiva de ángeles.
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