UNA OBLIGACIÓN MORAL: GUILLERMO SILVEIRA
A Fernando Saavedra, por su tenacidad.
La caseta, 1968
Guillermo Silveira (Segura de León, 1922-Badajoz, 1987) ocupa un lugar esencial en la pintura figurativa española por conformar otra naturaleza que se sintetiza en una búsqueda incansable de experimentar con todas las posibilidades formales que las artes plásticas le brindaron. La materia fue su herramienta y su vitalismo el carácter que imprimió a sus obras. Así, si tuviera que elegir una definición de su trayectoria, lo haría con los conceptos de quiebro, estructura, humanización y desgarro. Y de ahí surgen sus creaciones y, por lo tanto, su identidad con todos sus matices, gradaciones y, por qué no, sus abstracciones. Todo un largo proceso de investigación que se inició con Rafael Gómez Cantón. Pero, las matemáticas y la filosofía, legado de su padre, tuvieron prioridad en su concepción plástica; una idea que hizo que su mirada priorizara la realidad inmediata al cruzar expresión y regeneracionismo (con toda su carga moral) desde mediados de los años cincuenta en aquel Badajoz que Antonio Zoido destacó, con tino, al escribir cómo el artista lo expresó sin herir una realidad hostil.
Hombres y máquinas, 1985
La ruptura con todo el universo académico la llevó a cabo con compromiso y le condujo a una figuración cuya validez supuso renovar el arte fuera de la visión estrictamente academicista. Puede decirse que Guillermo Silveira se alineó con la llamada «vanguardia desplazada», aquella que se aproximó a lo que hoy entendemos por modernidad, por distanciarse de un costumbrismo que el mismo calificó de trasnochado. Personifica aquel afán de cambio que entendió la figuración como un horizonte que iba más allá de la representación al dividir, ensanchar y calcular los colores y las formas en los lienzos y el modelado: «un cuadro solo era un cuadro y la vida era otra cosa», escribe su biógrafo Miguel Pérez Reviriego. Guillermo Silveira construyó otro mundo paralelo tan real como la propia existencia y tan crítico como los informalismos que coexistieron con su obra. Un mundo que nada debe a la unidad espacial que se presume como regla puesto que la descompone en diversos planos y los aspectos exteriores quedan en un segundo lugar.
Dos músicos del circo, (sin terminar), 1987
Para él la superficie y la materia eran geografías que debía explorar con el fin de proyectar una mirada juiciosa; una perpectiva que se desligara del estatismo costumbrista para desvelarnos un mundo incierto y, a veces, hasta pasajero. Cuestiones todas ellas con las que hoy convivimos de manera natural. Guillermo Silveira ya nos las avanzó al trazar una lectura más profunda de su obra y abordar así la realidad que se oculta detrás de los valores formales pintados o esculpidos. Es como si los motivos que plasma se componen y se recomponen mediante los denominados registros superpuestos. Y lo materializa de tal hechura que nos invita a identificarnos con todas y cada una de las configuraciones, con su espíritu, con sus inquietudes, con su reflexión. Y lo hizo con ese costumbrismo renovado que también practicó su colega Juan José Narbón. Basta con fijarse en los murales de Valdebótoa (algún día recobrarán su importancia) que, por encima del tema representado, subyace ese mundo agrario en el que el campesino es el centro. De aquí su virtud y de aquí mi respeto.
Murales de Valdebótoa, 1967
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