RAFAEL MORERA

¿FINITO O INFINITO?

 


Para entender el hecho creativo de Rafael Morera tenemos que adentrarnos en el año 1704, año en el que se publicó el tratado de óptica de Isaac Newton. Y desde esa fecha la cultura occidental no ha dejado de quebrantar la idea de Naturaleza que se tuvo en la modernidad[1]. La mirada humana, desde entonces, se dividió en dos grandes ámbitos contrapuestos: el de los sentidos que nos conduce al paisaje y el científico que nos obliga a determinar dónde se encuentra la «verdad». Dos campos que han provocado múltiples enfrentamientos entre la realidad y la teoría y han afectado a ese vínculo constante que une la pintura con la Naturaleza.

 


 Una Naturaleza vista desde el mismo prisma, desde las teorías renacentistas hasta la estructura interior de los cuadros de Paul Cézanne ya en la época de entre siglos, a caballo entre el XIX y el XX. Esta visión ha hecho, como puede observarse en las obras de Rafael Morera, que la intuición sobrepase lo visible para adentraron en el terreno de la génesis de la Naturaleza. Y, a su vez, ello ha determinado un mayor conocimiento que nos ha conducido a nuevos acicates experimentales que han ido cambiando, paulatinamente, el semblante de nuestro entorno de manera sustancial. La materia se convierte, como viene siendo desde el mundo antiguo, en el centro de los cuadros de Rafael Morera al crear espacios complejos en los que superponen el orden y el caos, los vacíos y los llenos, lo oscuro y lo claro, siguiendo a Gaston Bacherlard y la poética de los fragmentos, de los espacios. Traza mapas que visibilizan atmósferas que se puedan pintar para que nuestros ojos las capten y comprendamos de alguna manera el comportamiento de la materia a través de esos paisajes orgánicos que dibuja.

 


La materia se convierte, de este modo, en el lenguaje que aquilata ese universo orgánico que trasciende la fisicidad de los objetos representados. La pintura de Rafael Morera, en este sentido, parece liberarse del concepto decimonónico del paisaje, diferenciando claramente lo que es una visión directa de la realidad y aquella que es subjetiva y, por lo tanto, contemporánea. Una mirada que hace que el cosmos se nos presente en su obra como una variable persistente; variable que se despliega ante nosotros quitándole la capa externa con la que le hemos revestido nuestro entorno. Su percepción es total. Pero prima, eso sí, la importancia que le da a la idea del asombro, ese punto medio entre lo objetivo y los subjetivo.

 


Y es absoluta porque de esa percepción Rafael Morera desgaja paisajes trazados e imaginados con una gran maestría conceptual. Sus obras pueden encuadrarse, de este modo, en la idea contemplativa, en la noción de «acontecer». Discurren por un mundo que fluctúa entre una materia indefinida, fina y volátil en permanente correlación, como si se tratara de un frenesí dentro de un universo dispuesto en multitud de pliegues que originan, a la par, interpretaciones infinitas. Sus creaciones amplían los límites que tienen nuestras impresiones visuales y − por qué no− también casi las táctiles, donde el color toma su fuerza y su carta de naturaleza. Con ello pretende mostrarnos una senda que nos aclare esa sucesión dinámica que la Naturaleza posee al pasar de algo indeterminado a un orden y a una complejidad a través del manejo adecuado que tiene con el papel y la modelación de sus texturas.

 Los cuadros, todos ellos se transforman en algo orgánico, en una germinación con muchos matices que nos hacen lucubrar sobre lo finito y lo infinito.

 



[1] BERQUE, Agustin, «En el origen del paisaje», en Revista de Occidente, núm. 189, febrero de1997, Madrid, págs. 7-21.

 

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