LA VERA DE JUAN DOLCET
Los verdaderos viajeros, aquellos que hacen largos recorridos, tratan de buscar la sorpresa en lo que los críticos literarios han tildado como rutas de espíritu. Estos itinerarios, tal vez, pudieran ser viajes iniciáticos porque relatan las costumbres y misterios con el entusiasmo del descubridor. O, tal vez, sean una pura búsqueda de encuadres para expresar lo percibido. Juan Dolcet, experto en singladuras de tierra dentro en la década de los años cincuenta se creó esa doble ansiedad y decidió, a los cuarenta y dos años, desvelar con otros ojos su propio país. El arte que se estaba gestando en esa época, a la que generacionalmente pertenece, le resultó insuficiente para expresar la tensión interior y reflejar la realidad. La crisis de los informalismos, a los que estuvo unido a través de sus indisolubles lazos de amistad con los artistas, le empujó a sobrepasar la actitud introvertida (que de manera lenta se desmoronaba) y activar la eficacia de la imagen para compartir una posición abierta; una actitud que fuera testimonio de un mundo asfixiado por la intransigencia de un régimen político que se resquebrajaba. Su aportación se materializó en unas ideas visuales nuevas que forman parte, desde el punto de vista histórico y desde hace tiempo, del vocabulario de la pintura y del dibujo españoles.
Juan Dolcet defendió sobre el papel la presencia de esa fotografía abierta (en todos los sentidos), sin renunciar a la disciplina interna del propio arte; un principio que aprendió de Robert Frank cuando afirmó con ahínco el alejamiento que el fotógrafo debe mantener con respecto a los caprichos de los sistemas estéticos que son arbitrarios. De ahí su espléndida capacidad para asimilar y enriquecer todas las facetas de su oficio, desde el retrato o el paisaje hasta la crónica. Frente a las investigaciones surrealistas que aún se realizaban, a la creación vista como un hecho puramente plástico o frente a lo experimental y a aquellos que se plantearon la ineficacia del objeto, el misterio o las sombras, su obra configura una parcela de la cultura (a pesar, incluso, del calificativo tan tajante de mediocre que Pierre Bourdieu propinó al finalizar los años sesenta al arte fotográfico). Juan Dolcet emprendió una novela que hoy -con el paso del tiempo- nos sigue deparando hallazgos sobre lo que se pensaba, sentía y juzgaba; descubrimientos, desgraciadamente, difíciles de encontrar en las hemerotecas.
No es, en esencia, una realidad objetiva la que nos presenta Juan Dolcet; es una realidad interpretada y construida: es intencionada. La Vera es el resultado de toda una observación previa, una impresión en blanco y negro que se aleja de las fotografías de salón, de las pretensiones artísticas y de las moralinas de los reporteros. Él fue más allá del sentimiento que Ángeles del Álamo, su mujer, nos ha apuntado en su biografía. Penetró en sus aspectos más profundos que nos hacen dudar de las apariencias, de los prejuicios y de las lógicas establecidas y nos iluminan con un resplandor distinto el verdadero compromiso.
Estas razones son las que hacen de su realidad un momento decisivo, intrascendente a primera vista, que transforman el mundo que nos circunda en algo creativo. No es absoluto, ni se refugia en la frialdad de Walker Evans o en el distanciamiento de William Eugene Smith o de Henri Cartier Bresson (por citar nombres tópicos que se movieron entre la práctica editorial y la expresión pura), sino que crea un espacio y un tiempo limitados por la cámara, por su precisión, tratando de aportar una obra incisiva y, sobre todo, intensa. La Vera es el modelo, y en él se refleja el sentido exacto de la vida: manifiesta la dignidad y la humanidad de sus habitantes, de los ancianos o niños, de la familia Palota o del Empalao, cuya verdadera desdicha ha sido verse obligados al creer vivir en la mediocridad impuesta por la posmodernidad. La naturalidad taciturna de sus gentes, la majestuosidad de las casas entramadas, los granitos que sujetan los robles y castaños cortados, la atmósfera onírica que les envuelve..., desgranan todo el territorio verato, ensanchando las fronteras de nuestra visión al convertirse en el eje sobre el que gira un gran relato. Juna Dolcet se interesó por lo humano, supo transmitirlo con sencillez (sin pedanterías como los sabios) y escudriñó toda la geografía ignota para llegar hasta sus raíces y convertir su arte, su realidad, su mirada, en una parte significativa de nuestra memoria. Unos anales con los que debemos identificarnos sin rémora alguna.
Juan Dolcet, como ha demostrado su hijo Elías, buscó los momentos que tuvieron sentido, acercándonos las incertidumbres existenciales (de las que fue cómplice). Con sus fotografías −que veces requirieron de determinada escenificación− se distanció de los requisitos que muchas sociedades de artistas impusieron y se opuso a la rutina habitual. No se empeñó en sobredimensionar los sentimientos, ni se obsesionó con la repetición o el absurdo, ni valoró su ego artístico (como gran parte de los maestros de este siglo), sino que a través del color −del blanco y negro− introdujo un vertiginoso despliegue de expresiones, posturas, luces y formas que, al igual que Garry Winogrand unos años antes, nos acercó al hombre para tomarlo como medida de todo, a la fascinación que sintió por sus problemas. La fotografía fue el instrumento que recogió en este viaje su imagen y la fijó para siempre. Juan Dolcet hizo que las esperanzas, reseñadas en su día por José María Moreno Galván, sobre la universalización de las relaciones humanas fueran viables; un anhelo que durante los años sesenta se basaron especialmente en la difusión de la cultura y del arte. Así, lo que no fue una tendencia hasta 1966 o 1967 sino una actitud, en la actualidad hemos de traducir como un serio intento de recuperar la realidad e insertarla definitivamente en la modernidad entendida como proceso histórico y todo lo que ello arrastra tras de sí.
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