EL TEMPLO DEL AGUA
LOURDES MURILLO
(en cinco actos)
I
Es tarea inútil buscar en la Sagradas Escrituras algún destello del abuelo de Jesús. Sus huellas hay que rastrearlas en el Evangelio Apócrifo de Santiago, en su Protoevangelium, datado en torno al año 150, donde se nos dice que: «Consta en las historias de las doce tribus de Israel que había un hombre llamado Joaquín, rico en extremo, el cual aportaba ofrendas dobles». Sin embargo, el teólogo sirio Juan Damasceno, seguido del Liber de ortu beatae Mariae Virginis et infeantia Salvatoris, el Evangelio de la Natividad de la Virgen, de la recopilación de relatos en el siglo XIII que popularizó Santiago de la Vorágine con Legenda Dorada y de Vincent de Beauvais en su Speculum Historiale, finalizando con la idea propuesta por el protestantismo, interpretaron la genealogía mariana en el Evangelio de Lucas y dedujeron que Helí, Eliaquim y Joaquín son variaciones del nombre del padre de María[1]. De hecho en el Talmud de Palestina se hace, según Adylson Valdez, referencia a María como la hija de Helí[2].
II
Ante este relato, Lourdes Murillo toma posición; y tomar posición no es sencillo. Hay que afrontar el tema que se propone y eso significa situarse fuera de campo. Quizá, para analizar su intervención tengamos que recurrir a Josef Ignacio Vallejo, quien en 1875 se quejaba amargamente de tal hecho al señalar cómo «la sagrada Escritura pasa en un profundo silencio [de] la santísima vida como los ilustres nombres de Joaquín y de Ana… pienso que el haber callado sus nombres y sus hechos heroicos sería por dejar la historia de semejantes progenitores para aquellos anales y volumen en donde con brillantes luces se escriben las vidas de los héroes que más han ilustrado el mundo con dignidad, con su misterio y con sus ejemplo»[3]. O, quizá, hay que ubicarse en las tesis del historiador jansenista francés Louis-Sébastien Le Nain de Tillemont, quien en sus Mémoires pour servir à l’histoire ecclésiastique des six premiers siècles, publicado en París en 1711, apunta que tanto Ana como Joaquín no designan nombres de personajes reales. Se trata de denominaciones simbólicas que aúnan el significado de Ana en hebreo, «gracia», y el de Joaquín, «preparación del Señor». Esta alegoría de los viejos esposos recompensados con un hijo por la gracia divina tras años de esterilidad, aparece en varios pasajes de la Biblia como prefiguras que anuncian la llegada del Mesías.
III
Esta doble lectura hace que Lourdes Murillo, para saber qué es lo que quiere representar, nos sitúe dos espacios y en estas dos temporalidades. De este modo, se adentra, se mueve en un territorio olvidado y asumido por la Historia e interpreta bajo otro enfoque la vida de san Joaquín. Lee la historia desde otro prisma, a caballo entre la realidad y la ficción, entrelazando el pasado real de lo que fue un edificio hegemónico en Santa Cruz de la Sierra y su desenlace final con el proceso desamortizador de Mendizábal de 1836. Y lo hace con otra configuración diferente donde el agua sigue siendo el nexo que une las dos realidades del cenobio, la de su apogeo y su propia decadencia.
Este protagonismo del agua nos habla de lealtad y perfidia. Y, así, como san Joaquín sometió a su mujer a la «prueba del agua amarga» para probar su fidelidad, el eje del templo gira alrededor de un pozo también que puso a examen la confianza o deslealtad de los monjes agustinos con Santa Cruz de la Sierra, levantado y destruyendo su pasado. Un agua que apagó definitivamente el fuego y solo aportó dolor y aflicciones: «coals of fire' is a metaphor for 'pains, afflictions»[4]. Y de ahí la presencia del carbón como segundo elemento de la obra. En este sentido, si Bernhard Weiss hablaba de cómo «los carbones encendidos son un imagen que retrata un dolor penetrante y duradero»[5] , Lourdes Murillo los apaga para que la pérdida del fuego, la ausencia de la fuerza del sol extraída por la tierra, nos conduzca a un mundo de sombras trazado por un camino angosto cuyo recorrido termina en la parte más significativa de la iglesia, el presbiterio.
Si hacemos una extrapolación de los distintos elementos utilizados por Lourdes Murillo, podemos afirmar cómo el agua, fuente de vida, de purificación y regeneración, es dada por Yahvéh a la tierra junto a otra agua misteriosa, la sabiduría. Y este conocimiento es capaz de distinguir la fuerza de un carbón al rojo vivo de otro frío y negro que nos remite al contraste existente entre el pasado y el presente, entre lo que el convento fue y lo que es en la actualidad.
El carbón en su recorrido bordea el pozo para alcanzar la zona central del altar mayor, donde se simula un sagrario que custodia el oro; un metal nacido de la tierra y símbolo del conocimiento que, en el pensamiento clásico, se tenía como un «arma de luz» que contrasta con la obscuridad del carbón y hace posible la trasmutación del negro al rojo. O dicho en palabras de Lourdes Murillo: «La asociación del oro con el picón confronta la riqueza con la humildad, lo eterno con lo efímero, la joya que brilla y el carbón que tizna»[6]. O un juego de luces y sombras como «dos elementos básicos para ‘dibujar’ cuando se utilizan objetos»[7]. No es, pues. Casual que el sagrario sea la materialización – o interpretación- de la parábola del abrazo –o beso- entre San Joaquín y Santa Ana en la Puerta Dorada de Jerusalén; abrazo cuya consecuencia no fue otra que la concepción de María y, por ende, de Jesús. Es el final de un trayecto plagado de figuras y símbolos donde aún tiene cabida un cuarto elemento, la sal; único mineral comestible extraído del agua y símbolo de su propia esencia. ya que de ahí nace y ahí vuelve.
La sal penetra y se esparce por todo aquello con lo que tiene contacto. A veces es purificadora y a veces es destructora tal como se desprende del Evangelio de san Marcos: «…pues todos han de ser salados con fuego. Buena es la sal; mas, si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros» (Mr: 9: 49-50). Se sigue, de esta manera, el relato que nos presenta Lourdes Murillo sobre el convento, sobre su paradoja, la de estar entre luces y sombras, entre la construcción y el desmoronamiento de un edificio agustino. Por ello, la sal se no presenta como un gran interrogante a través de catorce bolas que hacen la función de un vía crucis. Esto es, relata de nuevo los dos términos extremos de una travesía, la vida y la muerte de Jesús, el esplendor y el olvido del convento de San Joaquín. Pero, además la sal tiene para Lourdes Murillo un alcance mayor, un valor para las ovejas, para su productividad, su fertilidad y su salud; una cuestión ligada a su memoria que finaliza en unas sacas para la lana donde se escribe la palabra con la g al revés «AguA» con bol de armenia. La idea de colocar los trozos de costal y colgarlos nos traslada a la liturgia del siglo VII en la que, según el Ordo Romanus, el pan consagrado se portaba en sacos para el ritual de la misa con la finalidad de nadie tocara al Santísimo. Esta ceremonia Lourdes Murillo la glosa a través de la escritura con una de sus letras invertidas. Una palabra con un enorme poder de simbolización que copa todo el arco de significados, desde aquellos que van de la vida hasta la muerte, y donde se resumen cada una de las promesas cumplidas y los reproches dados.
IV
Como señalé en «Los recuerdos transmitidos, la memoria vivida»., en 2019, la artista nos sitúa en «un presente con toda la historia detrás, donde se rescata al olvido cuando se da vida de nuevo a todo lo que se ha desvanecido, se reconstruye no la verdad de un hecho, sino la casación de la vivencia personal con la experiencia de quienes observan, a sabiendas de que esta relación no es uniforme»[8]. Es todo un ejercicio de relaciones pictóricas y vivenciales que evocan y traducen a un lenguaje contemporáneo otras épocas, reflejadas, incluso, en los propios materiales (oro, bol, picón, sacas) que usa para realizar la obra.
V
Por último, me parece importante reseñar cómo los historiadores nos enfrentamos a ciertos desafíos, «a una tarea y una misión» para los artistas, a sabiendas que ellos no se someten a verdades conocidas que están ahí desde siempre en la mente de la mayoría de la gente. Más bien, hemos de entregarnos a intentar revelar la parte más oculta de esas verdades, a desentrañar los muros que ellos van derribando en cada parte de sus creaciones, haciendo de la historia un proceso de innovación casi eterno; un procedimiento donde no sabemos si lo que se nos propone está creado o es un descubrimiento para la historia del arte[9]. Esto es, aquello que parece sólido, aquellos conceptos bien asentados se transforman en algo que fluye, se flexibiliza, se reinterpretan y se hacen líquidos. Y nosotros no sabemos si se ha producido un giro en el relato y siguen vigentes o han sido desterrados de nuestra memoria.
[1] RÉAU, L., L Iconografía del arte cristiano, T. 1, V.2, Ediciones del Serval, Barcelona, 1996, pp. 163 y ss.
[2] VALDEZ, A., «Las Genealogías de Jesús», Revista Bíblica, núm. 71 (3-4), 2009, pp. 193-218.
[3] VALLEJO, J. I., Vida del señor S. José dignísimo esposo de la Virgen María y padre putativo de Jesús, Imp. Francisco Villagrana, Zacatecas 1875, pp. 315 y ss.
[5] WEISS, B., Der Brief an die Rbömer, Vandenhoeck & Ruprecht, Gottingen: 1899. p. 527: «Glühende Kohlen ist ein Bild, das durchdringenden und anhaltenden Schmerz darstellt».
[6] MURILLO, L., Íg, galería Weber-Lutgen, Sevilla, 2019.
[7] https://arteactualextremadura.com/entrevista-a-lourdes-murillo/ [consulta, 8 de marzo de 2022].
[8] CANO RAMOS, J., «Los recuerdos transmitidos, la memoria vivida»., en Lo indeleble, Diputación de Badajoz, Badajoz, 2019, s. p.
[9] BAUMAN, Z., Modernidad líquida, FCE, Buenos Aires, 2006, pp. 213 y ss.
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