UNA VISIÓN MUY PARTICULAR DE LA VIRGEN DEL PUERTO

 

A Cándido Cabrera, al padre Jaime y a mi padre.

 

 


 

Después de hacer mil y una cábalas, he asumido este artículo como un compromiso.

 

Haciendo un repaso a mi propia vida, he llegado a la conclusión de que existen varias etapas en mi relación con El Puerto. Como los teólogos, aunque  si querer compararme con ellos en absoluto, la figura de la Virgen del Puerto supuso para mí, en un primer momento, un sentimiento de admiración (quizá guiado por el celo que puso mi padre en la niñez); después la duda y, finalmente, con mayor conocimiento de causa, la personalidad de María que se me presenta con infinitud de vertientes, con matices dispares que atiende a María como icono, a María como mujer y María como veladora de un ciudad fundada para placer de Dios y de los hombres, a María como dogma, a María como figuración plástica, más todas las derivadas que puedan agregarse a estas visiones.

 

Así, sumando todas mis  experiencias –la mayoría en la lejanía- El Puerto y su Virgen  copan parte de mis vivencias infantiles al recordar los preparativos para la romería, la subida por el antiguo camino real, la búsqueda de un rellano resguardado del sol, del viento o  de la lluvia y cercano a la ermita para poder comer, el ritual de subir o bajar al santuario, la procesión vespertina y la vuelta al caer la tarde. Después, en la adolescencia y la juventud, el santuario adquirió otro protagonismo. Era un lugar de encuentros y de desencuentros y para ello no hacía falta esperar al domingo después de Pascua: el Puerto se convertía en una especie de frontera donde cada uno de nosotros iniciábamos los ritos de paso que abrían nuevos caminos. Allí, entre canchales, a la sombra de aquella ermita blanca cuando era blanca, se daba rienda suelta a la imaginación y comenzábamos poner los límites a la vida. Poco a poco se iba cerrando ese  sentimiento de admiración para abrir un periodo de incertidumbre y de alejamiento.

 

Nostros

El Santuario y la Virgen del Puerto pasaron a ser una referencia orográfica de Plasencia, un lugar al que se acudía esporádicamente. Surgía así la duda de los teólogos, el retirarse para poder ver con perspectiva, en acudir en ocasiones muy contadas, en fechas claves durante este tránsito: primer coche, matrimonio, hijos, paseos, bodas, encargos, brindar a algún foráneo que nos visitaba vistas panorámicas del Valle del Jerte o de la ciudad… o, simplemente, saber que allí arriba estaba enclavado un edificio entre encinas y alcornoques visible desde cualquier habitación del hospital cuando estábamos internados o de visita… y poco más.

 

Y, sin embargo a pesar de esta mirada superficial, de ese ver sin mirar o ese mirar sin ver,  me preguntaba cómo era posible que gente tan dispar (ancianos, jóvenes, niños) estuviese siempre dispuesta a subir, a peregrinar  con lluvia, con sol, con viento…  Y, aún más, en mi interior surgía la gran pregunta que ya el himno  de la patrona nos intenta responder al hablarnos de ese sentimiento que todos los placentinos llevamos en nuestro interior, desde antes de nuestro nacimiento hasta nuestra muerte: ¿cuántas oraciones, plegarias, anhelos, desazones o acciones de gracias cabían en ese eremitorio del siglo XV remozado dentro de un estilo barroco clasicista de 1644, santuario franciscano, y posteriormente en 1723? Curiosamente, y hago un breve apunte histórico a propósito de las remodelaciones de 1723: cinco años antes se abría el culto en Madrid, en la misma ribera del río Manzanares, indicándonos con ello hasta dónde puede llega esa admiración de los placentinos.

 


Con el paso del tiempo, esas referencias geográficas se fueron convirtiendo paulatinamente en una cuestión existencial. La Virgen del Puerto iba a ser con el curso de los años  una de las claves en mi profesión. Estudiar la iconografía cristiana - para desentrañar las lecturas ocultas que guarda cada obra de arte-  me conducía de manera inexorable a esa especie de cruce de caminos donde confluyen las teorías estéticas, las reflexiones filosóficas, el ecumenismo, la investigación científica… Un cruce de caminos en el que la dimensión litúrgica y pedagógica de los iconos me remitía sin cesar al estudio mariológico de la Virgen. Incluso, más adelante, unos años después, puedo decir que las continuas referencias a María  me llevaron a descubrir, para sorpresa mía - grata además-,  la teología feminista, más crítica, más abierta y con una perspectiva bastante diferente a la ideología patriarcal. 

 

En este sentido, la imagen de María se repite continuamente en todos los dominios del arte, en todas las culturas y en todas las épocas. Todos los creadores,  desde los grandes y afamados artistas del Renacimiento, por ejemplo, hasta los más modestos, los menos estudiados o los trastocados por la Historia, se han sentido atraídos por esta figura. Han intentado captar y traducir una belleza inexistente físicamente, conocida a través de sugerencias solo entresacadas en los Evangelios, mediante las descripciones que nos ha llegado en los escritos de los Padres de la Iglesia o por medio de las interpretaciones del Cantar de los Cantares.

 

Arte y  fe han caminado juntos para entresacar la figura de María amamantando a su Hijo y ponerle rostro desde la catacumbas romanas de Priscila o desde las tablillas egipcias de los coptos que representaban a la Virgen de Majestad continuando la tradición de Isis y Horus o Hera y Hércules (derramando gotas de leche y dando origen al Vía Láctea). El Occidente medieval, aferrado a su cultura, desarrolló magistralmente esta veneración dando paso a la aparición de Notres Dames, Madonnas, Nossas Senhoras, Nuestras Señoras… Y el Císter y San Bernardo terminaron por  humanizar la iconografía de María otorgándole una dimensión teológica de primer orden: la maternidad virginal, esa paradoja o barrera, como se quiera ver, que sólo se puede franquear con la fe,  dio paso a la idea de corredentora, al sentimiento materno, a la noción de intercesión, de salvación. La devotio moderna, lejos de cualquier grandiosidad y centrada en lo afectivo,  fue un hecho, el resultado no fue otro que  ver el mundo desde otra perspectiva.

 

Santuario del puerto encalado, finalidad que tenía el blanco para hacer de faro

No obstante, ha de decirse que el culto a la Virgen tuvo en un principio dificultades al no haber sufrido ni martirio, ni conservarse reliquia alguna, ni haberse constatado ningún milagro, además de tener que luchar contra ese ascetismo de corte oriental que heredaron los primeros cristianos y que se convirtió en misoginia. La cristiandad reservó, sin embargo, la veneración de María al establecer un paralelismo con la vida de Cristo. Por poner ejemplos, la Pasión se relacionó con la compasión, las siete estaciones con los siete dolores, la lanza en el costado con las dagas en el corazón de la Soledad, la corona de espina con las  rosas de la corona  de María... convirtiéndose en una mártir del alma, en mártir in anima como a San Bernardo le gustaba decir. Tras ello vinieron los milagros y apariciones.

 

Theotokos o Madre de Dios

Así  desde el Concilio de Éfeso, en el año 431, que había dado carta de naturaleza a un culto al proclamar Theotokos o Madre de Dios, la devoción a la Virgen  tomó vuelos en la Edad Media, sobre todo de la mano de la caballería al tener que servir un caballero a una señora, dando cabida a más de ochocientos modelos sólo en Oriente. Pero todos estos modelos fueron la referencia de un de amor supremo para ese caballero cristiano, y  lo encarnó la Virgen María, Reina y Señora, a la que no podía despojarse ni de su feminidad ni de su maternidad.  Y lo hicieron de tal forma que las órdenes monásticas estuvieron bajo la advocación de María dedicándole la mayor parte de sus templos: los servites (Servidores de María), sin ir más lejos, se consagraron al culto de los siete dolores de la Virgen y cuyo duelo lo llevan el hábito negro. La mariolatría, concepto que desapareció para no confundir a los fieles, se superpuso a la Trinidad, hasta que a principios del siglo XV, época en la que se inicia una reacción contra la desmesura. Se llegó, incluso,  a  satirizar la disputa de Cristo con María por la herencia espiritual en la obra titulada  Disputoison de Dieu et de sa Mère (Disputa entre Dios y su Madre), en la que Jesús incluso pierde el juicio y tiene que pagar las costas.

 

Pero, sobre todo, la época del humanismo fue la que  hizo frente al exceso cometido manteniéndose esta postura hasta llegar a la Revolución Francesa, cuando se sustituyó la figura de la Virgen por la de la Razón. En el siglo XIX. Reapareció la mujer modelo, la madre ejemplar que terminó con la programación del dogma de la Asunción a mediados del siglo XX, en 1950,  y con una nueva forma de contemplar la belleza de Dios a través de la belleza de María con el Concilio Vaticano II, que borró la imagen apocalíptica que hasta ese momento se había dado a María.

 

Disposición de Dios y  su Madre

Indudablemente, este es el contexto, entre la mariolatría y el Concilio de Trento, antes de la imposición de un modelo basado en el Antiguo Testamento y en sus mujeres fuertes, antes del surgimiento de la Vírgenes, como  la de la Victoria y la de Loreto (donde  la que se exalta  era la Sagrada familia). COMO DIGO, ESTE ES EL CONTEXTO en el que se inscribe la aparición la talla de la Virgen del Puerto y su pronta devoción. Y aquí es donde sitúo mi tercera etapa, la más reflexiva por estar vinculada al conocimiento; un conocimiento dado gracias a la oportunidad de estudiar la talla milímetro a milímetro.

 

En la segunda mitad del siglo XV se sustituyó el templo primitivo de la ermita por orden del Chantre don Diego de Lobera, y a finales de esa centuria se talla la imagen hispano-flamenca. Una Virgen sentada en un trono sencillo, una banqueta, símbolo de la sabiduría, sosteniendo al Niño en su regazo, en su colo, con una vestimenta angulosa y ampulosa con orlas de perlas y cabujones de piedras, con  cabellos dorados ceñidos por una diadema que nos remiten a la influencia oriental y con un gesto de ternura, propio de la Vírgenes Eleusas que simbolizan la unión de lo divino y lo humano. 

 

Vírgen Eleusa

Una representación de  la humildad a pesar de sus ropajes y ornamentos, y propio de las Vírgenes galaktrofusas,  Vírgenes de la Leche o Maria Lactans, de origen dominico y procedente de Bizancio e introducida a través de Umbría,  a través de la región de Las Marcas, en el centro de Italia,  y de la Escuela de Siena, cuya devoción duró hasta el Concilio de Trento, entre 1545 y 1563. En España este nuevo canon de decencia  se aplicó tardíamente, pues encontramos imágenes como las destinadas a Florida en 1620 ajustadas a la iconografía de la Virgen de la Leche, o en  obras de El Greco o Francisco de Zurbarán, fechadas unas en 1600 y otras en 1659. Este gesto que pertenece a la intimidad de la propia María  no es más que el fruto de aquella devotio moderna, surgida para ser comprendida, para expresar de la manera más elemental el misterio de la Encarnación, para mostrar a Dios hombre, nacido de una mujer y alimentado por su madre. María, como puede observarse en la talla del Puerto, es el hilo que une, al parecer del teólogo Louis Bouyer en Le Trône de la Sagesse (El trono de la Sabiduría), a Dios con la humanidad.


 Le Trône de la Sagesse

A partir de aquí, surgió en mi la curiosidad de indagar con mayor ahínco en una imagen enigmática, envuelta en la leyenda medieval que sustituyó a otra imagen desparecida, con cabellos sueltos que caen sobre sus espalda y sus hombros y recogidos a la manera oriental, con un semblante alegre que establece una comunicación con un Niño, tallado al gusto flamenco por tener sus piernas cruzadas.

 

Una imagen que convivió y compartió su devoción con tres obras maestras del arte español; una imagen diferente que nos habla de un tiempo diferente, de un cambio de mentalidad y de un tránsito a un nuevo diálogo entre María y el hombre. Una imagen que significó la culminación del desarrollo de la iconografía mariana en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, de cómo nuestros paisanos no estuvieron nunca alejados de los centros artísticos, políticos y económicos de aquella España, y de cómo se adaptaron a las corrientes litúrgicas que se ha ido sucediendo en dos siglos y medio escasos.

 

Así compartió la admiración de los placentinos por nuestra Señora del Sagrario o de la Plata, una Virgen de campaña de origen navarro, del siglo XIII (imagen que preside la caetdral),  que acompañó a la hora de aplacar la sequías y las calamidades públicas a la patrona de Plasencia hasta el siglo XVIII; convivió con la Anunciación del fachada de la catedral vieja, datada a principios del siglo XIV,  que preludia esa dimensión redentora que tiene la Virgen del Puerto; con Nuestra Señera del Perdón, del siglo XIII, la nueva Eva salvadora, coronada como reina y tocada con el velo de la sabiduría y repintada magistralmente en 1744;  con la casi desconocida Virgen de los Jesuitas, datada hacia el año  1500, que se custodiada en el Hospital Psiquiátrico por pertenecer a la Compañía de Jesús, antiguo «manicomio»,  y que encarna la transición a esa Virgen humana en la que Jesús coge a su madre por el escote y ella inclina su cabeza;  con  Santa María la Blanca, una escultura gótica que del siglo XIV, de tradición francesa, que anuncia las nuevas tipologías en ese juego que madre e hijo se traen con un pájaro, símbolo del alma pecadora y, a la vez, representación del Espíritu Santo y, consecuentemente, de Cristo hecho hombre y encarnado en María;  y otras esculturas situada en el piñón de la fachada de la Catedral Vieja, casi vedadas a nuestra mirada. Y, sobre todo, con la Virgen de la Salud  que llegó incluso a disputar en el siglo XVI y XVII el patronazgo de la ciudad a la Virgen del Puerto, si bien finalmente fue la Canchalera la advocación que se hizo patrona de la ciudad del Jerte.

 


 Virgen de La Salud

Sin embargo, estas devociones fueron dando paso a otra que termino  convirtiéndose en la patrona de la ciudad. Abrieron paso a una nueva imagen encargada por el Chantre don Diego de Lobera en los años en los que el enigmático Rodrigo Alemán tallaba la sillería del coro catedralicio, antes de 1505. Una escultura de madera policromada, gótica en su concepción plástica, con resabios flamencos, sentada en un humilde madero y con el niño en su regazo dándole de mamar. Una imagen muy diferente a las que hasta esa fecha los placentinos habían venerado.

 

Santuario del Puerto, construida entre entre 1716 y 1718 por Pedro de Ribera, Madrid.

El lenguaje había cambiado, podemos hablar de una epifanía, de una nueva manifestación, de la belleza, adaptada a los hombres de finales del siglo XV, en los albores del Renacimiento: el recogimiento de la figura, su humanización, el sentido de lo bello que adquiere un carácter casi profano... delatan con claridad qué intenciones tuvo el artista que la talló. Unas intenciones que al mediar el siglo XVI se vieron truncadas y María volvió ser la Reina puesta en un pedestal.

 

Pero ello no impidió el que Plasencia, en los inicios de 1500, se pusiera bajo su advocación y su imagen presidiese desde la primitiva ermita,  hoy desparecida, la ciudad; ni impidió que en 1644, tras un repinte de toda la escultura, siguiese manteniendo esa cercanía que la Contrarreforma impuso, ni que cien años después, tras otra intervención dejara de ocupar un lugar privilegiado en cualquier placentino de bien; ni tan siquiera cuando los franceses durante la invasión quemaron su retablo barroco sin respetar nada,  ni cuando fue desposeída de sus colores al ser coronada bajo el obispado de Don Pedro Zarranz y Pueyo el 27 de abril de 1952,  y  nombrada Alcaldesa Honoraria de Plasencia por Fernando Barona un día antes. Colores  portadores de lo trascendente, como el rojo típico del arte flamenco que simboliza el sufrimiento y el amor, el dorado de la luz divina, el plata, el color de la nueva vida, el azul, portador de la verdad, el verde o representación de la vida terrenal y el marrón, como «humus» de humildad; ni aún, al mediar los años ochenta, una nueva intervención ha hecho que lo que se labró en la madera permanezca ahí, bajo el estuco y la pintura.

 

Coronación de la Virgen

Hoy, desgraciadamente sólo puede verse a través de los análisis científicos. Ellos nos desvelan aquella belleza  que persiguieron los artistas para captar y traducir algo inexistente físicamente, y sólo nos queda la  sugerencia,  la intuición, la fe de su ternura al acercarse a su hijo,  la humildad con la que se nos presenta y aquel espíritu renovador que reivindicó el doble papel de María, como madre y como redentora, que partió de Flandes y recorrió toda Europa a través de los grabados y de las obras de Flemalle y de Roger van der Weyden, dejándonos un magnífico ejemplar salido de la mano de algún artistas procedente del centro continental que la concibió con una mirada femenina, con su pecho descubierto y sin el velo para hacerla aún más humilde., para hacer posible ese encuentro de Dios con la humanidad.

 

Así, en este sentido, su figura bien proporcionada,   se despliega  para que la obra de arte se transforme en pura liturgia, tal como fue concebida por el autor: su cabeza inclinada pasa a ser una receptora de la sabiduría, sus ojos  no sólo ven sino que vigilan y penetran en el alma del espectador, su nariz es el conducto del hálito sagrado, la oreja del Niño está  atenta a los consejos  y ajena a los ruidos del mundo o los alargados dedos se convierten en hilos conductores de la espiritualidad...

 

Por todo ello, la Virgen del Puerto, en este siglo XXI, pasado el centenario de ser declarada por Pío X patrona de la ciudad, es, para terminar,  hoy un valor que no debe pasarse por alto. En esta época incierta, cuando los dogmatismos ya no valen pero sí la intolerancia, la reflexión teológica que nos ofrece esta imagen puede ayudarnos para afrontar esta falsa dimensión que le hemos otorgado a la razón (cunado la razón es la razón) y afrontar estos tiempos de posmodernidad conjugando su condición de mujer y madre con la gratitud de su corazón y la fuerza, para los creyentes, de su fe. La Virgen del Puerto, como icono en el que se funden el Antiguo y el Nuevo Testamento, como mujer y como intercesora que ha hecho meditar a los hombres a lo largo de siglos, nos ofrece buscar actitudes positivas, posiciones que busquen el entendimiento, pero siempre, siempre un entendimiento crítico.

 

 


  El alma de la Virgen del Puerto






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