PINTURA Y PAISAJE

 


Obras de Antonia Grarcía, El Villar de Plaaencia y de Pancho Ortuño (gracias por las aportaciones)

El desarrollo humano y el encadenamiento de fenómenos y situaciones nuevas plantean al hombre contemporáneo unas nuevas exigencias y otro modo de idear la realidad, quizá menos lineal y con más interdependencias. La complejidad creciente y el gran número de contradicciones que se ciernen sobre nosotros, hacen que el paisaje, sin duda, no se conciba hoy de la misma manera que hace cien años. Como apunta el profesor Rafael Matas, «el paisaje es, ante todo, resultado de la relación sensible de la gente con su entorno percibido, cotidiano o visitado… que se hace explícito en la materialidad… en sus representaciones sociales».

Esa materialidad hecha representación tiene su base en la contemplación y la expresión. Su picturalización y la mera percepción han cedido paso a una relación más directa entre el entorno y el hombre, determinando que una punta del mundo humano toque la otra, según Nicolas Bourriaud en su ensayo Esthétique relationnelle, con el fin de leer los distintos niveles de la realidad. El paisaje ya no es el fondo de una escena ni el último plano de una obra, es por sí mismo un espacio plástico, algo vivo sobre el que se puede actuar y sobreactuar en un tiempo real, aunque, eso sí, enraizado en supuestos más filosóficos y más científicos. En la actualidad se entiende como un campo abierto, inacabado, incompleto, donde se entrecruzan los fenómenos reconocidos e irreconocibles.

En este sentido y siguiendo la teoría de Raoul Dufy, la naturaleza la podemos entender como una mera hipótesis, como un punto de partida desde donde el artista, entrando en el terreno de la plástica, se plantea soluciones pictóricas. Por ello nos avisó de la imposibilidad de captar los continuos cambios de la luz que provoca y en su afán «de calcar la naturaleza [le] llevaba hasta el infinito, hasta los meandros, hasta los detalles más menudos, los más fugaces... y [se] quedaba fuera del cuadro». Esta afirmación nos revela cómo aquella condición vicaria de la naturaleza, cómo el hombre con sus planteamientos ha generado obras de arte y ha estilizado la realidad. El mundo contemporáneo ha creído firmemente en libertad creadora, y con ello apostó por la superación de la pura imitación de la naturaleza y por recrear el entorno estableciéndose unas nuevas relaciones con esa misma naturaleza. Si pretendemos analizar los precedentes de esta afirmación, hemos de remontarnos a las categorías sobre lo bello que los griegos establecieron al hablar del entorno en la Antigüedad; un lugar dentro del pensamiento que ha evolucionado a lo largo de la Edad Media y durante el Renacimiento para mostrarnos, con posterioridad y a partir del Romanticismo, otra faz diferente al intentar definir el cosmos como algo que ha de experimentarse desde el propio sentimiento.

Pero, ciertamente, este cambio, conocido por muchos artistas, al estar inmerso en él,  buscó traducir las dimensiones insospechadas que la naturaleza escondía. La huida hacia lo sublime, hacia el interior o hacia lo instantáneo terminó con una visión empírica. Gérard de Lairesse - en El libro del pintor al iniciarse el siglo XVIII-  modificó por primera vez los términos del modelo naturalista al establecer una relación directa entre el individuo y la existencia. Pasó a ser algo así como un testimonio que cambió física y mentalmente, como una intuición bersgoniana: la materia es porosa y solo la modela la luz y el tiempo. La naturaleza, entendida en el sentido más amplio, se desdibujó continuamente en la cabeza de los artistas militantes en las primeras vanguardias, y el ojo humano se obsesionó con el límite, con establecer una lógica en esa gran ventana imaginaria llamada «representación». Pero esta modelación de las formas chocó frontalmente con las utopías tecnicistas, con la ciudad y con el hombre nuevo, olvidándose de la cara más «humanista» del entorno, abriendo el camino a la naturalización de lo artificial y, consecuentemente, al antipaisaje.

Todos estos aspectos hechos en esta reflexión breve nos dibujan el panorama que va desde los postulados en los que el paisaje acompañaba al relato hasta esa visión interior que los artistas contemporáneos han plasmado en sus lienzos, pasando por la mirada costumbrista y el afán renovador de aquellos pintores de posguerra que hicieron del paisaje un verdadero campo de investigación  que no puede entenderse sin las aportaciones románticas que buscaron traducir las dimensiones insospechadas que la naturaleza escondía.

 

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