JUAN CARLOS AGUILAR, O CÓMO PINTAR LA LUZ Y LA SOMBRA
Escribir sobre intenciones, sobre argumentos concretos, sobre las claves que rigen un pensamiento, sobre los hilos que se tejen a lo largo de un procedimiento creativo, es hablar sobre pintura-pintura, sobre Juan Carlos Aguilar, sobre argumentaciones informalistas, sobre abstracción.
Juan Carlos Aguilar nos plantea la idea del arte como proceso. Es, ante todo, esencialista al ceñirse estrictamente a la noción de representación: los colores puros y sus opuestos determinan evocaciones que arrastran llevando a la pintura a sus mismas fronteras al depurarla con la finalidad de relatar aquello que consideramos primario. Su pintura, a la par, se complementa con la acción, con infinitud de trazos entreverados que nos son sino la huella de un tiempo limitado que quiere evitar la idea de finitud.
Y lo hace con un lenguaje propio al establecer un juego entre la superficie espatulada, lo lleno, el vacío y, sobre todo, el color. Persigue con ello organizar una estructura compleja basada, paradójicamente, en destellos sencillos que no tienen un punto de fuga concreto, no hay centro y por lo tanto, como abstracción que es, se puede prescindir de cualquier argumento, a excepción de esa búsqueda incesante y obsesiva de lo inherente. O, quizá, sí tiene argumento. El observador es quién debe decidir. No obstante, hay que decir que de ello se desprende una gramática donde la improvisación, la maraña, el trazo y las líneas divergentes son consustanciales a una concepción netamente pictórica: la obra se rige a tenor de múltiples trayectorias de fuerzas y de desmejanzas que nos aportan el término de transitoriedad; una fuerza en la que el color, como señalara Georges Vantongerloo, es el corazón de su pintura; color que se mezcla con algunos principios filosóficos orientales en una especia de alquimia.
Aquí, quizá, se personifica el significado de la temporalidad, huyendo de cualquier relato figurativo, a pesar de intuir en sus obras un paisaje, un atardecer o un mar encrespado: sólo la distribución que hace de los elementos y el ritmo que les va dando son más que suficientes para llenar de manera compulsiva, sobreponiendo gesto y color, sus cuadros.
Hay, pues, en su obra un concepto procesual o, dicho de otro modo, existe un debate personal sobre la finitud y esa búsqueda incesante que nos atenaza para jugar de manera persistente con luces y sombras; una porfía en esta edad tan ambigua de la posverdad.
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