III
Asistimos a una especie de tragicomedia donde lo esencial es la felicidad, es como algo imperativo que va diluyendo la realidad en el progreso de una cultura cada vez más «médicalizada». Los debates éticos sobre una muerte digna están ahí, plantean el cambio de ser «dueños» de nuestro cuerpo por «propietarios» de su imagen, la certeza de un cuerpo joven que olvida paulatinamente nuestro espíritu. Sólo nos queda enfrentarnos con el tiempo, con la fragilidad de nuestro cuerpo, con la verdad - y no el artificio - en la enfermedad, en el hospital. Es el lugar donde tomamos conciencia, no sin desconsuelo, del sentido de la finitud. Nos hacemos vulnerables, demasiado vulnerables, aunque, como se ha apuntado más arriba, las técnicas médicas, su desarrollo prodigioso, a través de las ecografías, las radiografía, o el escáner nos hacen creer que el cuerpo no es más que un instrumento a nuestra disposición.
En este sentido, sin echar la vista muy atrás, los valores dominantes hasta los años sesenta han dado paso a otro tipo de culto que ha generado al llamado «ser postmoderno». Gille Lipovetsky así lo expresa en su libro sobre el vacío y el individualismo contemporáneos10. Las grandes empresas humanas se han transformado en pequeños grupúsculos donde es más fácil satisfacer nuestros deseos: el orden y las grandes líneas maestras a seguir son trabas que necesariamente han de evitarse. Prevalece el interés personal sobre el ideal. Ya no existen las grandes causas sociales, todo se ha reducido a la salud y a lo corporal. El deporte, los nuevos hábitos alimentarios, las terapias, la filosofía oriental... marcan la regla: yo y siempre yo.
Marc Augé ha definido este desbordamiento de la realidad en el concepto de «mirada moderna», condensada en el cine, como si fuese una metáfora donde el individuo se ve y se reconoce11. Lo trascendente da paso a las sensaciones: la persona y su dimensión física requieren toda nuestra atención. Paradójicamente, en el siglo XX se ha hecho un recorrido inverso a la hora de afrontar el término de «lo bello». Si la Ilustración lo defendió como única cualidad estética a tener en cuenta, la centuria pasada lo hizo desaparecer por completo en el ámbito artístico, achacándole cierta comercialización y considerándolo casi un estigma, un desdoro12. Pero esta aparente contradicción viene a incidir, utilizando caminos opuestos, sobre la importancia que la modernidad, como se ha apuntado, dio al cuerpo y a su admiración. De hecho, la banalización a la que están sometidos hoy estos dos conceptos, belleza y cuerpo, han llevado a ese ideal ilustrado en la década de los años noventa a emparentarlo y asociarlo con la «disonancia».
A MODO DE EPÍLOGO
9 ARIÈS, PH., Historia de la muerte en Occidente, El Acantilado, Barcelona, 2000.
10 LIPOVETSKY, G., La era del vacío, Anagrama, Barcelona, 1986.
11 Opus cit., AUGÉ, M., opus cit., 1998.
12 DANTO, A. C., El abuso de la belleza, Paidós, Barcelona, 2005, pp. 42 y ss.
71
Comentarios
Publicar un comentario