El poblado ferroviario de Monfragüe: la modernización de un paisaje1

 

 


 

 

 

 La idea de paisaje ferroviario está asociada a dos referencias, al entorno y a los raíles del tren. La introducción del ferrocarril en España durante te el siglo XIX determinó un cambio sustancial tanto en la modulación del territo­rio como en nuestra mirada. Las transformaciones fueron notables: la visión que se tenía en esa época, enraizada en el romanticismo y el pintoresquismo, se vio fragmentada por poner en tela de juicio los fundamentos que con­formaban una identidad muy concreta. El sentimiento de pérdida que se dio en esa época, bajo la influencia del regionalismo, después costumbrismo, nacido hacia 1880, cuatro años después de la supresión de los Fueros Vasco, notable entre los detractores de los trazados ferroviarios. Sin embargo, hubo quien unió la idea romántica a la de progreso, como es el caso de Pedro Antonio de Alarcón en 1858:
«Parecía aquello una sombra de ferrocarril (...) Pero yo me alegré en el alma de hacer aquellas nueve leguas tan solitaria y cómodamente, corriendo de una ventanilla a otra para admirar soberbios paisajes montaño­sos, en que se veían confundidos árboles, rocas, malezas, viaductos, prados, cabañas, túneles, desmontes, bosques, arroyos, puentes...¡Todos los encantos de la naturaleza y de la civilización»2.
En estos momentos a los viajeros se les tachó de «atrevi­dos exploradores», «temerarios visitantes» o «intrépidos des­cubridores» de los numerosos rincones del país. De hecho, el ferrocarril originó el llamado «paisaje ferroviario» con un doble significado: el que se asienta sobre el territorio, el objetivo, y aquel que se fija en nuestra memoria a través de una ventana, el subjetivo.
A tenor de este razonamiento, el tren llega a Extremadura como una línea transversal a la frontera portuguesa para enla­zar el norte y el sur de la Península Ibérica —siguiendo la anti­gua Vía de la Plata— y como una necesidad de unir Madrid con Lisboa. Tras varios proyectos, como los de George Pithington, Jorge Williams, Emile Vissocq o Joaquín Núñez de Prado, en 1854 empieza a tomar peso la alternativa de Francisco Coello para llegar a Badajoz por el valle del Guadiana, y no por la provincia de Cáceres. En 1868 los cacereños se vieron fuera de los planes ferroviarios, proyectándose otra línea paralela al río Tajo, optándose por la salida de Valencia de Alcántara a Portugal.
Este hecho fue determinante para el paisaje. Las dehesas y el propio río Tajo se vieron surcados por raíles, túneles y puentes que modificaron el paisaje con el fin de rentabilizar los recursos de la región; una cuestión que no se logró hasta entrado el siglo XX. No obstante la huella que dejaron las compañías en el territorio fue considerable, siendo el poblado de Palazuelo-Empalme, hoy Estación de Monfragüe, una de esas improntas que modernizaron el paisaje extremeño. Aunque esta modernización solo se puede entender históricamente puesto que el pretendido tren de alta velocidad aún (no sé desde cuándo por haber perdido la memoria) todavía no se ha modernizado -en el sentido de incorporarse a la actualidad- sus estructuras por mucho que nos lo repitan como una letanía.
 
EL PAISAJE FERROVIARIO
La idea de paisaje ferroviario está asociada a dos referencias, al entorno y a los raíles del tren, y se halla estrecha­mente relacionada con aquella locura propiciada por el mundo industrial del siglo XIX y con el cambio de vida y de tiempo que trajo consigo. Las vías, las estaciones, los poblados juegan con ha­bilidad para establecer otra escala de planos desconocidos hasta ese momen­to. La introducción del ferrocarril en España en la primera mitad del siglo XIX determinó un cambio sustancial tanto en la modulación del territorio como en la mirada de quien viajaba en él.
El viaje trajo aparejado una nueva percepción de los paisajes trazados, que rompió todas las teorías román­ticas y pintorescas y fragmentó la visión monótona en algo mucho más confuso y deshilvanado que chocaba con la identidad de la España de entonces. La velocidad se correspondió con un trastoque profundo del universo conoci­do: el nuevo medio de transporte abrió interrogantes en la sociedad española del momento. Las transformaciones fueron tan notables que la visión que se tuvo en esa época puso en tela de juicio todos los fundamentos al no poderse reconocer los paisajes vividos con anterioridad a la revolución ferroviaria. La fascinación por los «nuevos paisajes» y el descubrimiento del espacio atravesado puso al límite la capacidad del viajero que fue perdiendo ciertas referencias. Los elementos se encadenaron uno tras otro, pero sin gradación y medida posible. Confusión y fragmentación fueron una misma cuestión. Y, a la par, a los viajeros se les tachó de «atrevidos exploradores», «temerarios visitantes» o «intrépidos descubridores» de los numerosos rincones del país. De hecho, el ferrocarril creó el término de «paisaje ferroviario», acorde con la desaparición de la mirada pictórica del siglo XVIII y en consonancia con la libertad de componer escenas donde los detalles se pierden con la velocidad.
 
Y más allá de esta perspectiva, espacio geográfico y representación paisajística confluyeron en un tramo lineal para dar una dimensión real y concreta al territorio, para darle una dimensión abierta al viajero: la perspectiva del viajero no fue en ningún momento abstracta, como la de los visitadores de los museos; estuvo especialmente determinada por su situación, por su participación, por ese «habitar» el espacio geográfico y paisajístico a través de una ventanilla o un andén. Su idea estética dejó de ser desinteresada. Al viajero le empezó a importar el lugar y por ello necesitó de un gran número de referencias que le situara en el paisaje. La relación entre éste, el pa­trimonio y la ordenación del terriorio quedaba establecida.

 
1 El texto completo puede verse en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4521980
2  ALARCÓN, P. A. DE, Viajes por España. De Madrid a Santander, Madrid, 3ª ed., 1907, Sucesores de Rivadeneyra, p. 1183.
 

 

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