El cuerpo visto en tres actos



En nuestro entorno cultural, el cuerpo se ha convertido en un objetivo claro, muy ligado a los modos de vida actuales. La sociedad ha ido desechando la renuncia al cuerpo para transformarlo en una parte esencial de nuestra cultura, en algo que es casi obligatorio reivindicar, en un doble juego que atiende al control y al consumo. Estamos metidos de lleno en una especie de “moral” que  se concentra en el trabajo, la producción y el ocio en su más amplio sentido; una moral tan individualizada que potencia, por un lado,  ese consumo hasta límites insospechados y, por otro lado, define con gran exactitud la situación en la que nos hallamos, en un momento en el que la estética se sobrepone a muchos de los aspectos que definen al ser humano.

 

I


Recientemente, la antropóloga francesa Bernadette Puijalon declaraba, al hilo del debate establecido en torno a “Les 50-60 ans, génération pivot”, que en nuestra sociedad contemporánea existe una clara disociación entre la edad biológica, la edad subjetiva y la edad social[1]. La primera discurre por las arterias, la segunda la administramos para ser vistos según nos convenga y la tercera se refiere a aquella que la propia sociedad nos otorga. Estas dos  últimas han generado el que se construya una identidad bien diferente a la de otras épocas;  un imaginario que ha abierto una brecha entre el interior y el exterior de las personas. El individuo contemporáneo, consciente de este abismo,  busca por ello reconciliar a toda costa su propia imagen con la que se tiene fuera de su dominio.

Estamos, pues, ante una nueva dimensión temporal que afecta al cuerpo, y donde la apariencia es un factor a tener presente,  puesto que ha hecho de ese cuerpo un espacio transitorio en el que estamos condenados a “habitar”. Tanto es así que el envoltorio exterior ocupa un lugar importante en su escenificación: el vestido y el ornato forman parte ya de nuestra existencia. No son simples objetos al uso, son el espejo de la historia y la condición del hombre. Y no lo son porque nuestra sociedad está inmersa en el mundo de la imagen, de la competencia y la fragilidad.  Esto es, en un círculo repleto de paradojas que deben contrarrestarse.

Por ejemplo,  ante las agresiones que todo ello lleva aparejado, el cuerpo se defiende con su ocultación. La vestimenta se convierte de esta forma en un intermediario entre el cuerpo y su entorno con el único fin de amortizar el duro golpe. Se ha pasado de protegernos de las “miradas impuras”, heredadas de Adán y Eva, del respeto y de la moralidad, de la angustia de “vivir” dentro de un cuerpo culpable de existir en el medievo y en la cultura musulmana, de ver los aspectos religiosos como reguladores de las consideraciones entre la piel y el vestido, de “una presencia recriminadora y una humanidad tosca”... a la exteriorización de nosotros mismos[2]. El vestido hoy sirve para revalorizar el cuerpo, nos presenta como individuos con identidad, con una singularidad que otrora no existía. Así poco a poco se ha ido diluyendo aquel cuerpo despreciado, condenado y humillado, entendido como una “penitencia corporal”, como  la “abominable  vestimenta del alma”, que defendiera el papa Gregorio Magno[3], avanzándose hacia  tesis más positivas que favorezcan el que la idea de perfección de la  naturaleza se alcance no en el Paraíso, como se pensaba en el siglo XIII,  sino en la misma vida  terrenal.

La apariencia, en este sentido, constituye la superficie, un signo, una metamorfosis constante que esconde un mundo  íntimo que tiene algo de física, de química y de biología. Dos caras que apenas tenían que ver una con otra se “reúnen” ahora  para concebir un cambio simbólico que englobe la unidad y la dualidad. Se ha abierto una nueva etapa a la hora definir el cuerpo. La noción corporal ha virado ese “habitar” al hacer emerger la parte más íntima en nuestro exterior. Eso nos permite ser el objeto de las miradas ajenas, determinando una interrelación entre el individuo, la sociedad y “los otros”: nos vemos abocados a representar un papel público y la interpretación que ellos hagan de nosotros puede influir en nuestra personalidad.

Esta visión actual determina, sin que quepa lugar a muchas dudas, un cuerpo que se toma como medio de expresión, como un complemento del lenguaje, permitiéndonos, por un lado, traspasar el velo de la vestimenta y  abrir el camino a las sensaciones  y, por otro lado, entrelazar estética, terapia y repercusión social. El cuerpo, como señala Le Breton en Signes d’identité, tatouages, percing et autres marques corporelles et conduites à risque,  se convierte en una especie de archivo[4] donde se registran todos los cambios que se produzcan en nosotros mismos. Un archivo que, en ocasiones, está tan desordenado que llega a confundir, merced a la ayuda de la publicidad y de los medios de comunicación, edades, tiempos y sexos. Los cuerpos se transforman con una rapidez inusitada. Tan inusitada que la ausencia de razonamientos, la introducción de artificios y el deseo de presentarse como un producto nos conducen a un callejón sin salida, a una gran contradicción en el que se enfrentan una individualización a ultranza con la aprobación del grupo. Hoy cambiar de cuerpo equivale a cambiar de vida y de envoltorio. Ese cuerpo se ha convertido en un auténtico campo de batalla que ha dado al traste con El canon de Policleto, aquel libro perdido y buscado por los mejores tratadistas del Renacimiento[5]. Lo que antes se tenía como unitario, ha pasado a ser algo dual, algo que oscila entre la identidad y la incertidumbre. Es como una especie de obra de arte, se halla sujeto a las modas y tendencias. Es una idea ambivalente, mitad pública y mitad privada, que provoca en los otros entusiasmos o rechazos. La unidad y la estructuración de épocas anteriores se suplen con el acoso sistemático de nuevos actores, relacionados con acierto por Frank Perrin, como las pasarelas (y todo lo que arrastra), la clonación, las nuevas tecnologías, la cultura cíber o la “promoción de lo inorgánico”[6]. Vivimos bajo la tiranía de lo aparente: el cuerpo se aísla y se convierte en una realidad propia, al margen incluso del alma y del espíritu. El cuerpo no es sino una especie de rompecabezas al que hay que modelar para dar una mejor apariencia, una pieza con la que se puede especular.

El cuerpo, desde esta perspectiva, ha roto el valor sagrado que tuvo para convertirse en el emblema de uno mismo. Es un reflejo fiel del estilo de vida que llevamos, de la personalidad que tenemos (o que nos hacen tomar), es una protección psicológica contra un  exterior hostil. En este sentido, hoy no ha perdido parte de la carga simbólica que ha tenido en otras sociedades, puesto que testimonia creencias y prohibiciones.



[1]  PUIJALON, B., Les 50-60 ans, génération pivot , Congrès Nantes ,  9 y 10  de junio,   2004.

[2] FUMAGALLI, V.,  Solitudo Carnis. El cuerpo en la Edad Media, Nerea, Madrid, 1990, véase la introducción.

[3] LE GFOFF, J.  y  TRUONG, N.,  Una historia del cuerpo en la Edad Media. Paidós, Barcelona, 2005, véase el prefacio.

[4] LE BRETON, D., "Sociologie du corps: perspectives", en: Cahiers Internationaux de Sociologie, volumen XC, Presses Universitaires de France, París, 1991 (enero-junio).

[5] RAMÍREZ, J.A.,  Copus solus. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo, Ediciones Siruela, Madrid, 2003, p. 21.

[6] Cfr. MAYAYO, P.,  “La reinvención del cuerpo”, en Tendencias del arte, arte de tendencias a principios del siglo XXI, Cátedra, 2004, p. 86.

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