ROSA-ROSAE
Hoy, quizá más que nunca, quisiera ser a la vez testigo e historiador. Me gustaría aportar documentación, analizar los hechos, hacer las observaciones pertinentes y, tal vez, y sugerir una crítica. Una tarea difícil, imposible en la mayor parte de las veces, porque sé que no hay que fiarse del historiador «testigo de su tiempo». Por eso en un intento de recordar mi vida me sitúo en aquel 3º de Bachiller, frente a una asignatura nueva, desconocida y por qué no terrorífica, el latín. Una lengua que tanto me ha aportado en el discurrir de los años y a la que tanto tengo que agradecer.
Cuando acepté prologar la exposición Zona Rosa de Lourdes Murillo volví, de esta manera, a mi preadolescencia, a recordar la primera palabra que se aprendía en aquella lengua que había que aprobar. Esa palabra de aquella extraña lengua, hoy tan olvidada con este desaire al que se han sometido a las humanidades, era rosa-rosae. Curioso, muy curioso. En ese recuerdo, en ese intento de colorear, cuando la memoria pierde definición, donde ni el blanco ni el negro tienen casi cabida, de repente el rosa-rosae apareció bien perfilado: era una palabra que nos enseñaba toda la primera declinación, una declinación donde la mayor parte de los sustantivos son femeninos, con la salvedad de los nombres de hombre o de los oficios: nauta-nautae, agrícola-agricolae, pirata-piratae. El resto es betula-ae (abedul), clepsydra-ae (reloj de agua), casa-ae (cabaña), causa-ae, dea-ae (diosa), litera-er (letra), aqua, fortuna y, cómo no, ROMA…
Y para más inri en la primera declinación no cabe el neutro, en su declinación no es posible ni la bruma ni la confusión ni la ambigüedad. Todo está bien perfilado. Y es así que hasta el genitivo o el dativo singular o el nominativo y vocativo plural no admitieron la –i- y evolucionó al cambiarla por la –e- a rosae y el ablativo a una –a- larga, a una –a- «femenina» y prolongada. E incluso ese genitivo terminado en ae fue en el latín arcaico –as-, con la –s- de nuestro plural.
Pues bien, al echar la vista atrás, mi memoria de pronto aclaró los contornos, fijó las líneas, y mi imaginación se encargó de dotar a este color toda su esencia. Pero al entregarme Lourdes Murillo unas fotografías de aquella exposición vi colores que quizá nunca existieron en aquel recuerdo. Mi visión cromática, apoyada en impresiones, en experiencias, en notas de un historiador, de momento se vio desbordada y vertebró todos los campos de observación que pudiera tener: palabras, vestimentas, pintura, idioma… De golpe se entrecruzaron los colores reales y los colores soñados y me di cuenta de que los imaginados no son los contrarios de los certeros, sino que los dos constituyen una misma realidad; una realidad diferente, generosa, fecunda…
Ahora sé que existen el rodadelfa, el rosalom, el rosa antiguo, la granza, el rosala…. y que cada uno de ellos entraña grandes metáforas. De esta manera, una imagen coloreada con el rosa puede hacer hace referencia al sutil erotismo, a época pretéritas, a la delicadeza, a la calma, al trascurso de la vida y las promesas incumplidas, al abrigo, a la penuria de una autarquía, a la belleza frente a la hostilidad, al futuro de una niña, a laberintos, a otras latitudes… Incluso sé que existe un rosarena que designa el color de una tierra. Una serie compuesta por catorce rosas que simbolizan ese vía crucis que la mujer pasa diariamente, junto a sus metáforas, para conquistar la igualdad (la de verdad, sin consignadas gubernamentales) y que, paralelamente, nos hace que nos preguntemos qué rosa nos gusta.
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