La ineludible presencia de la arquitectura: semblanza de los poblados de colonización a través de las pinturas de Miguel Calderón Paredes.

 

El arte nos enseña, casi siempre,  cómo debemos ver el mundo. Y, en cierto sentido, nos invita a inventar nuevos modos de representación. La realidad parece recobrar toda su capacidad de persuasión, es como si la percepción iniciara su camino, pero no partiendo de lo sabido sino  ampliando el significado[1].  Al indagar en las estructuras primarias, más allá de las meras apariencias, las obras de arte, entendidas como un proceso de búsqueda continua y como un sistema abierto,  nos proponen que transgredamos la realidad. El paisaje es algo tangible y como tal  tiene y contiene múltiples posibilidades perceptivas y expresivas que van más allá de esa realidad.

 

La investigación en el arte contemporáneo sobre el paisaje se  ha vuelto un ejercicio de identificación personal, un tema pictórico emparentado, quizá,  con el principio de  renovación. En España  nuestro entorno siempre ha poseído un sentido trágico, aunque después de la guerra civil se tomara como evasión. Estas dos determinaciones, como identificación y como renovación,  han permitido a  muchos artistas que existe una mirada interior  donde los pintores se sintieron libres de cualquier condicionamiento y se guiaron exclusivamente por los impulsos que les sugirieron las vivencias. Sin embargo, cabe advertir que el plenairismo  español del siglo XIX, sobre todo el de Aureliano de Beruete (que se aleja de la pintura naturalista practicada por Carlos de Haes), introdujo una serie de actitudes, resumidas por José María Galván al hablar del contacto con la sustancia de la tierra[2] y de  preocupaciones en los planteamientos paisajísticos, iniciándose una serie reflexiones que  fueron recogidas inmediatamente por los escritores de la Generación del 98.

 

El nuevo rumbo que tomó este género se materializó en los años veinte, cuando se descompuso en la llamada «geometría del paisaje», que no sólo plasmó  las llanuras, sino los sistemas estructurales montañosos o el fluir recortado de los ríos españoles. A ello se unió la descomposición espacial que pregonaron los cubistas, o el mismo Daniel Vázquez Díaz, para oponerse a los cuadros que esbozaban en sus telas los paisajes frondosos de la tendencia naturalista. José Ortega y Gasset defendió esta configuración esencialista en la que no cabe ninguna concesión a lo amable: el entorno no puede reducirse a la simple duplicación de lo existente[3], sino que ha de expresar lo posible y  debe tender hacia esa irracionalidad que Jean Paul Sartre o Käte Hamburger propusieron al afirmar que una nueva objetividad debe nacer de la aniquilación de los objetos reales[4]. En esa búsqueda infatigable de la «estructura», a partir de la cual se recompone mediante múltiples variaciones de volúmenes y colores, se halla la esencia, lo más real de todo aquello que escapa a lo visible.

 

Así lejos de copiar, algunos artistas se han desplazado más allá de lo que se siente y han aprendido a representar la ausencia: mirar un paisaje es habitarlo, y desde dentro interpretar la existencia. El arte del paisaje urbano abre ante nosotros el abismo que hay entre el hombre contemporáneo y el mundo material: desde  los postulados de los artistas de posguerra podemos contemplar la naturaleza y los paisajes urbanos desde una perspectiva netamente expresiva  - y quizá extremadamente hispánica - que supo convivir con los flujos informalistas al hacerse abstracta y presentarnos la tierra o los caseríos sin ornatos. Una sublimación metafísica que la Escuela de Vallecas y la Escuela de Madrid supieron imprimir a nuestro arte al integrar a los paisajes de nuestra geografía, utilizando la expresión que ellos mismos emplearon entre 1945 y 1959, en el «gusto moderno».

 

Hecha esta introducción, Miguel Calderón Paredes, consciente de todos estos avatares, ha trabajado insistentemente dos temas relacionados entre sí, el paisaje y la arquitectura. Dos cuestiones que las ha entendido  no como espacios ni como objetos reales, sino como entidades metafóricas cuya calidad ha rozado a menudo  la poesía: su cometido no es copiar, es expresar. Rafael Argullol habla, al tratar este asunto, de cómo los paisajes pintados son «dobles»  ya que proyectan, por un lado, las convicciones y, por otro lado,  los miedos del creador[5]. Y Calderón Paredes se ajusta a este patrón  Su pintura tiene visos claramente literarios al reflejar en ellas paisajes de la memoria, vinculados siempre a ese  concepto de viaje al tratar las obras como si fue un cuaderno de bitácora. Reproduce poblados vacíos como si fueseb una atmósfera inquietante; espacios que nos hacen viajar a una irrealidad dentro de un paraje tan real  como el mundo de los colonos. 

 

Su realidad está hecha  de unir la concepción estática albertiana y el movimiento que impone a las escenas urbanas a través  de las formas cambiantes, indefinibles, evanescentes e infinitas. Concibe los paisajes como algo transitorio y renovado[6]; como algo  que nos sumerge de lleno en la idea metafísica, esgrimida ya en el pensamiento clásico, con la intención de convertir sus cuadros en un  destello poético[7], en una cuestión estrictamente subjetiva. Así desde hace casi diez años, desde 2003,  cuando concluyó la serie dedicada a los corralones, Miguel Calderón Paredes  introdujo en su lenguaje el término «invención histórica» para significar cómo el paisaje no ha de ajustarse al pintoresquismo sino que ha de buscar su propia esencia. La realidad  se mezcla con el recuerdo, la idealización, la reflexión y la percepción, con el único fin de reivindicar aquella idea romántica del esencialismo que  la entendía  más allá de los límites de un lienzo, como posibilidad de expandir el mundo.

 

 

Ahora, con sus  arquitecturas de los pueblos de colonización  el paisaje se nos presenta como una especie de no-lugares, como  espacios que no son en sí antropológicos y que, contrariamente a la modernidad baudeleriana, no tiene referencias antiguas,  «lugares de memoria»[8]. La soledad que se respira, los encuentros anónimos que se puedan hacer en esos poblados, todo aquello  que pudiera dar sentido a la vida cotidiana está ausente… conforman este universo desconocido para muchos.  Sus cuadros son una  realidad  que reproduce anónimas ficciones en nuestra mente, representan escenas que parecen estar diseñadas para ir de un sitio a otro.  Así, si en la serie dedicada a los parajes serenianos la identidad personal y social  era necesaria para su existencia, si había  una relación de equilibrada entre memoria y olvido, ahora el planteamiento es casi el contrario. Como en  la idea  de los metafísicos italianos,  el paisaje se vuelve extraño, casi sin sentido. Se  intuye que nosotros, los que miramos las calles y las plazas desoladas, somos los únicos habitantes. Lo que Miguel Calderón Paredes nos propone no es sino una reivindicación de lo real y una consideración del espacio urbano como objeto de investigación y  como práctica artística y psicológica. Su interés no es otro que  el de recuperar la pérdida de  la esencialidad en la cultura europea en a favor de cierta «desterritorialización galopante»[9]; Un pérdida de identidad que sufren las sociedades avanzadas, fruto de esa  globalización a la que estamos sujetos.



[1] DUFRENNE, M., Phénoménologie de l’expérience estthétique II, PUF, París, 1963, pp. 661 y ss.

[2] MORENO GALVÁN, J. M., Introducción a la pintura española actual, Publicaciones Españolas, Madrid, 1960, p. 176 y ss

[3] ORTEGA Y GASSET, J., Deshumanización del arte y otros ensayos de estética, Revista de Occidente/Alianza Editorial, Madrid, 1981, p.120.

[4] HAMBURGER, K., Logique des genres littéraires, Seuil, París, 1986, p.29

[5] ARGULLOL, R., “Ver el alma de las cosas”,  en Babelia, núm. 417, 13 de noviembre, Madrid, 1999.

[6] CANO, J., “Los paisajes serenianos de Calderón Paredes”, en Paisajes serenianos, Casa de Cultura,  Don Benito, 1999, p. 24.

[7] DAMISH, H., Théorie des nuages, Seuil, París, 1972.

[8] AUGÉ, M., Los no lugares. Espacios del anonimato,   Gedisa, Barcelona, 1993, p. 83.

[9] SCHEFER, O., À propos de Notes sur la nature, la cabane et quelques choses, Édition de l’École supérieure des arts décoratif,  Collection  CONFER, Estrasburgo, 2000, p.12 y ss.

 

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